Daniel  Alfaro

Se cree que la contrarreforma universitaria, cifrada en la Ley 31520, reducirá el ritmo cardiaco de esta reforma. Ello debido a que abonaría a los continuos ataques del Congreso sobre la institucionalidad de aurícula, la Superintendencia Nacional de Educación Superior Universitaria (), y contra la intangibilidad de su ventrículo, los licenciamientos.

Los contenidos de la ley son preocupantes: representantes de las universidades (regulados) conformando el Consejo Directivo de la Sunedu (regulador) y reducir el rol rector del Ministerio de Educación.

Si bien esto no implica necesariamente el fin de la reforma, la ley impone un modelo osado para reducir posibles conflictos, que restaría confianza sobre las decisiones del Consejo Directivo, al margen de la calidad profesional de futuros miembros.

El retroceso solo podrá medirse una vez implementada esta ley, con sus primeros actos, que ojalá no se materialicen. Sin embargo, existen costos económicos, sociales, políticos e institucionales que sí se están materializando.

El más cercano tiene que ver con el valor público del licenciamiento que se construye sobre la base de las necesidades y expectativas de las personas. Así, el licenciamiento, como marca, transmite información valiosa: si las universidades cuentan con condiciones para cumplir la promesa del trabajo digno al final del proceso formativo.

Hasta el 2015, cuando se promulgó la ley, era impensable que el Estado quite la licencia a universidades que durante décadas amasaron poder político y cantidad de matrícula bajo una autonomía permisiva. Como dice el argot bancario, eran muy grandes para caer.

Cinco años después, con la y una Sunedu autónoma, se reveló que un tercio no tenía condiciones básicas de calidad. Los dos tercios que superaron la valla comenzaron a utilizar la marca del licenciamiento en su publicidad. No era para menos: les costó cerrar filiales y programas precarios, así como inversión en docentes, infraestructura, gestión e investigación.

Así, la marca del licenciamiento aglutinó estos cambios, por lo que someterla a una amenaza de contrarreforma tendrá un efecto adverso, reduciendo el valor público ganado. La reforma tiene que mejorar, pero debe hacerlo sobre bases de consensos y madurez política, para no generar ruido.

Otro costo engloba la distorsión de la atención pública en la agenda educativa. Frente a la necesidad de atender lo socioemocional y recuperar los aprendizajes de la pandemia, la contrarreforma acapara tiempo y atención que podrían invertirse en estos puntos.

Sobre la educación superior, los institutos y escuelas deberían ser prioridad, tanto por su bondad para incrementar el tránsito de secundaria a superior –sobre todo para poblaciones rurales– como por su capacidad de desarrollar talentos diversos y que con mejores estrategias puedan emplearse en el mercado laboral.

Importante será continuar los traslados de estudiantes hacia centros licenciados, así como culminar la reorganización del Sistema Nacional de Evaluación, Acreditación y Certificación de la Calidad Educativa, y promover leyes para fortalecer las Escuelas Superiores de Formación Artística. Ambos proyectos esperan pacientemente.

A pesar de esto, el mayor costo de la contrarreforma está en el plano institucional. En un país tan informal como el Perú, seguir las reglas para asegurar el bien común es escaso. Y esta medida ahonda en ello.

Algún mal gestor de intereses en un futuro podría vender esta idea: “No cumplas con la norma, al final siempre la ajustarán a tu medida, incluso por encima del interés del estudiante. Si no, mira lo que pasó con la Sunedu”.

Mientras tanto, la república bicentenaria seguirá siendo un proyecto pendiente en el Perú.

Daniel Alfaro es fundador de Pirka Consultoría y exministro de Educación

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