Ilustración: Giovanni Tazza
Ilustración: Giovanni Tazza

Los últimos años no han sido buenos para la en . A pesar de albergar apenas al 8,4% de la población mundial, la región representó el 26% de las muertes totales por COVID-19 y, en el 2020, experimentó una caída del PBI que fue dos veces más profunda que el promedio global. Mientras estaba en marcha la recuperación, Rusia lanzó la guerra contra Ucrania, lo que le asestó otro golpe a la estabilidad económica latinoamericana.

A partir de mediados de los años 80, luego de un período de dictaduras militares, América Latina experimentó un renacer democrático. Pero su desempeño en el Índice de Democracia, producido anualmente por la Unidad de Inteligencia de “The Economist” (EIU por sus siglas en inglés), ha venido cayendo por siete años. Paralelamente, las percepciones populares también se han derrumbado: el Latinobarómetro informa que, del 2010 al 2019, el respaldo a la democracia en América Latina cayó del 63% al 49%.

Si bien esta cifra superó el 60% en Chile, Costa Rica y Uruguay, estos son los únicos países latinoamericanos que la EIU no cataloga como “regímenes híbridos”, “autoritarios” o “democracias fallidas”. Pero, inclusive en estos casos, hay tendencias perturbadoras. Por ejemplo, si bien Chile recuperó el estatus de “democracia plena” en el índice de la EIU en el 2022, el Latinobarómetro revela que solo el 2% de los chilenos está de acuerdo con esta calificación.

Sin embargo, tal vez la muestra más clara de la decadencia democrática de América Latina haya sido la proliferación de un populismo autoritario. A diferencia de los dictadores militares del pasado, los populistas autoritarios –desde Daniel Ortega y Rosario Murillo en Nicaragua hasta Nayib Bukele en El Salvador– usan las estructuras democráticas con fines antidemocráticos. México ofrece un buen ejemplo de este fenómeno. El presidente Andrés Manuel López Obrador ha implementado reformas destinadas a debilitar la confianza en la autoridad electoral –la base misma de la democracia–. La EIU considera que México es un “régimen híbrido” y estima que ocho países latinoamericanos están gobernados por regímenes híbridos, comparado con tres en el 2008.

Se trata de democracias antiliberales, no de dictaduras absolutas, y existe el riesgo de que más países se sumen a ellas. El marcado ascenso del populismo autoritario en América Latina refleja lo que se conoce como “fatiga democrática”. Segmentos importantes de la población de la región están hartos de la incapacidad de los sucesivos gobiernos para encontrarle solución a los problemas sociales y económicos, entre ellos las altas tasas de delito, la inflación galopante, los bajos salarios, una educación y servicios de salud inadecuados, pensiones magras y un transporte precario y saturado.

Los populistas autoritarios prosperan en contextos como este, ya que promueven soluciones simples que, muchas veces, son populares en el corto plazo. Pero, por lo general, no ofrecen soluciones duraderas –al menos no sin erosionar las estructuras y los principios democráticos–. Al mismo tiempo, una retórica grandilocuente y promesas vagas, por sí solas, no pueden preservar la democracia. En este punto, la construcción de estados de bienestar efectivos en el norte de Europa sigue siendo paradigmático.

De hecho, los países mejor posicionados en el Índice de Democracia de la EIU –Noruega, Nueva Zelanda, Islandia, Suecia, Finlandia y Dinamarca– tienen redes de seguridad social particularmente fuertes. Nosotros, en Alternativa Latinoamericana –un grupo representativo de intelectuales y líderes políticos latinoamericanos que hemos venido trabajando desde el 2020 en la formulación de una propuesta sobre cómo fortalecer la democracia en la región–, estamos convencidos de que América Latina debe seguir ese ejemplo y construir estados de bienestar sólidos.

Pero se trata de un proyecto de mediano a largo plazo, que exige que los líderes superen obstáculos importantes. Para frenar la amenaza inminente del populismo autoritario, también es imprescindible diseñar “formatos democráticos rápidos” –intervenciones ingeniosas que puedan generar resultados tangibles en poco tiempo–.

Un ejemplo –que se puede replicar, ajustándolo a las necesidades locales– es Bolsa Familia. Introducido en el 2003, durante el mandato anterior del presidente brasileño, Luis Inácio Lula da Silva, este “programa de transferencias monetarias condicionadas” ofrecía beneficios a los hogares a cambio de acciones que respaldaran su capacidad de escapar de la pobreza, como inmunización y asistencia escolar para los niños. El presidente populista-autoritario Jair Bolsonaro renombró el programa y expandió su cobertura y beneficios, pero eliminó estas condicionalidades.

Otro modelo es la “Asignación universal por hijo o hija” de Argentina –una suma mensual abonada por cada hijo menor de 18 años cuando sus padres están desempleados, tienen empleos informales o trabajan en el servicio doméstico–. La Pensión Garantizada Universal de Chile también merece ser emulada en otras partes.

Pero es en el terreno de la seguridad y de la aplicación de la ley donde el progreso se necesita con más urgencia. En los países de América Central y Sudamérica, las clases medias y los sectores económicos dominantes claman por una reducción de los crímenes violentos y de la delincuencia. Diseñar soluciones de corto plazo que defiendan los derechos humanos y constitucionales no será una tarea sencilla. Pero sin progreso en este frente, las amenazas a las democracias de la región seguirán creciendo.

–Glosado y editado–

Project Syndicate, 2023

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Jorge G. Castañeda es exministro de Relaciones Exteriores de México y Carlos Ominami es exministro de Economía de Chile

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