Por decreto legislativo 1121, de julio del 2012, se introdujeron a nuestro ordenamiento las disposiciones destinadas a combatir la elusión tributaria. Esta ley no entró en vigor hasta siete años más tarde, cuando el Ejecutivo dictó los lineamientos de fondo y forma que asegurarían su correcto empleo. La norma entró a regir a pesar de que un grueso sector de especialistas aseguraba que su aplicación ponía en sospecha transacciones ordinarias que procuraban un ahorro o ventaja tributarios.
Por esta razón, se importó de España la figura de un comité revisor que sustraiga del fiscalizador ordinario la evaluación de las supuestas transacciones elusivas, sofisticadas o complejas. Tras cuatro años de vigencia, constatamos que el Comité actúa de manera residual, como una suerte de control ‘ex post’ a la fiscalización, en vista de que su conformación no evita que en una fiscalización el contribuyente tenga que explicar y sustentar toda operación que procura un beneficio fiscal.
Esto significa que, a pesar de que el Código Tributario indica que le toca a la Sunat sustentar las situaciones de elusión, en la práctica ocurre que, ante la sospecha, presunción o escepticismo del fiscalizador, el contribuyente debe acreditar que su ahorro o beneficio fiscal no proviene de un acto de elusión. Solo así se entiende que, en los últimos años, demasiadas fiscalizaciones se hayan referido a circunstancias que no se condicen con el propósito de la norma o hayan versado sobre situaciones en las que la elusión ciertamente no se configuraba.
La facultad de fiscalizar los actos de elusión no se ha dado para que se aplique de manera masiva. Su creación fue concebida para combatir situaciones extremas, significativas o materiales, donde sus resultados se tornan “agresivos” por proceder de actos artificiales o impropios concebidos para bloquear frontalmente la recaudación. Por lo tanto, no existe propiamente un acto de elusión a combatir si las ventajas tributarias que se obtienen son casuales o poco relevantes, o si los beneficios tributarios que se generan son aparentes antes que reales, como ocurre cuando el ahorro tributario se diluye por la aplicación de otros tributos que se configuran junto con la operación supuestamente elusiva, o si el ahorro se compensa con los mayores impuestos que se generan durante el curso de los períodos en los que la operación surte efectos.
En el caso de las transacciones entre partes vinculadas, es obvio que la ventaja no puede estimarse sin considerar los efectos que esta transacción produce entre todos los involucrados. Así las cosas, resulta además que los actos elusivos solo pueden ser calificados como tales a partir de la fijación de los criterios de fondo y forma reglamentados, con lo que la fiscalización de las situaciones producidas con anterioridad no debería dar origen a la acotación de un acto por elusión. A lo dicho toca añadir que, en términos prospectivos, la administración tributaria debería de generar un entorno legal que sea poco favorable y, a la vez, disuasivo, para la implementación de esquemas o actos de elusión que limiten además la indeseable judicialización de estas situaciones.
Aquí van algunas propuestas: (i) crear equipos de fiscalizadores especializados en temas de elusión, (ii) implantar programas de capacitación permanente para estos equipos, (iii) fidelizar a los mejores talentos con programas de formación en el extranjero, (iv) conformar un comité de ayuda o soporte técnico para los fiscalizadores, (v) institucionalizar los procesos de identificación y difusión entre los contribuyentes de los esquemas de planificación agresiva que sean detectados en el curso de las fiscalizaciones, y (vi) permitir las consultas tributarias en materia de planificación.