"La respuesta contra las drogas no puede reducirse solo a la erradicación o al desarrollo alternativo". (Ilustración: Giovanni Tazza)
"La respuesta contra las drogas no puede reducirse solo a la erradicación o al desarrollo alternativo". (Ilustración: Giovanni Tazza)
Rubén Vargas Céspedes

Uno de los fenómenos delictivos que más se ha expandido en el Perú es el de las economías ilegales: minería ilegal, tráfico ilícito de drogas, trata de personas, tala ilegal, tráfico de terrenos, contrabando, pesca ilegal, etc. Estudios recientes calculan que en el Perú estos delitos movilizan anualmente US$7.565 millones (Valdés, Basombrío, Vera, 2021). Nuestra economía es muy porosa y los controles formales son insuficientes para evitar el ingreso de dinero sucio a los circuitos financieros. De este universo nacen los poderes fácticos que, cada vez de manera más desfachatada, pretenden modular políticas públicas y controlar sectores sensibles del aparato estatal.

Uno de los ejes más importantes de la política contra las drogas está siendo relativizado por el Gobierno. La premier Mirtha Vásquez, en su presentación ante el Congreso, dijo estar “harta del círculo permanente de cultivos erradicados/cultivos resembrados”. El actual presidente ejecutivo de Devida declaró lo mismo, agregando que, en adelante, la erradicación estará focalizada en áreas naturales protegidas. Debo admitir que defender la ilegal siempre ha sido un buen negocio político y, al contrario, apoyar o involucrarse en su control nos convirtió en un blanco permanente de ataques y amenazas.

Ahora bien, ¿qué nos dice la evidencia empírica sobre los resultados conseguidos con la erradicación? Hagamos, rápidamente, un poco de historia: en la década de los años 80, la erradicación tenía una finalidad preventiva y muy limitada. No se avanzó porque Sendero Luminoso se convirtió en defensor (armado) de la coca. Asesinar policías y erradicadores les dio réditos políticos en el campo. Entre 1990 y 1995, se abandonó la erradicación y, con ello, se desbocaron el y la corrupción asociada a ella.

Superados los años más críticos de la violencia terrorista (2000), hicieron su aparición las organizaciones defensoras de la coca ilegal. Asustados por el fantasma de las protestas sociales, decidieron erradicar en zonas de poca importancia o coca abandonada. Recordemos que el distrito de Monzón (Huánuco) concentraba el 80% de toda la coca del Alto Huallaga, aproximadamente 20 mil hectáreas, y no se erradicó sino recién en el 2012.

En el 2002, como consecuencia de las huelgas cocaleras, el gobierno aprobó la llamada autoerradicación; es decir, a cambio de un paquete económico, el campesino erradicaría su coca. Cinco años duró este autoengaño. Con el dinero que recibían del Estado, los campesinos sembraron más coca.

En el 2006, se retomó con fuerza la erradicación en la región San Martín. Esta vez, estuvo articulado a los programas de desarrollo alternativo, financiados por la cooperación estadounidense (Usaid). La inversión pública mejoró la conectividad vial y, lo más importante, las autoridades de la región apoyaron esta lucha. La intervención, pese a los ataques terroristas y las protestas cocaleras, fue sostenida hasta el 2012. Así comenzó el llamado “milagro de San Martín”. De ser el epicentro del narcotráfico y con niveles de pobreza que triplicaban el promedio nacional, se convirtió en el primer productor de cacao, café, palma aceitera, arroz, etc.

En Huánuco, la historia fue diferente. Sus autoridades regionales estaban hipotecadas a los intereses de la coca ilegal. El terrorista Artemio decidía cuándo comenzaba y finalizaba una huelga cocalera. Después de su detención (2012), finalmente se ingresó al Monzón. Lo que se encontró fue dantesco: 30 años de coca y narcotráfico dejaron como resultado miseria e indigencia en el 90% de sus pobladores.

En el Vraem se hicieron dos experimentos. De 1995 al 2002, Devida invirtió, con fondos de la cooperación internacional, más de US$36 millones en proyectos de desarrollo. Obviamente fracasaron. En el 2014, el gobierno de Ollanta Humala firmó un acuerdo con los cocaleros para trabajar en el programa de reconversión productiva, muy parecido a la autoerradicación. En seis años, malgastaron más de S/300 millones y no reconvirtieron nada.

Lecciones aprendidas: primero, para enfrentar al narcotráfico y a la coca ilegal tiene que haber decisión y compromiso político firme, capaz de resistir los embates de los quintacolumnistas del narcotráfico. Segundo, en efecto, la respuesta contra las drogas no puede reducirse solo a la erradicación o al desarrollo alternativo. Para que sea eficaz, tiene que ser parte de una estrategia integral. Tercero, sobre la resiembra, precisamente para que no se produzca, es importante que la estrategia mencionada se aplique de manera sostenida. Así se hizo en el Alto Huallaga y se redujo de 20 mil hectáreas de coca a dos mil. En este proceso se instalaron más de cien mil hectáreas de café, cacao, etc. Los campesinos, al ver que eran erradicados una, dos y cinco veces consecutivas, tuvieron que cambiar de matriz económica. Instalar una hectárea de coca cuesta cerca de S/20 mil y el único factor de riesgo para esa inversión es la erradicación.

Finalmente, gracias a la erradicación de 25 mil hectáreas, se evitó que la coca se convirtiera en 278 mil kilos de cocaína anuales. Si no se hubiera erradicado, el crecimiento de la coca habría sido, según cálculos conservadores, un 50% más que la cifra actual; es decir, habríamos superado las 100 mil hectáreas. Si abandonamos la erradicación, estaremos repitiendo la historia de los años 90. Más allá de prejuicios y taras ideológicas, estamos a tiempo de reencaminar. Los errores en este tema favorecerían al narcotráfico y al terrorismo.

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