No hay país que se haya desarrollado sin contar con una administración pública eficiente, estable y proba. En el caso del Perú, los intentos de reforma de los últimos 20 años –que se iniciaron con la Ley Marco de Modernización de la Gestión del Estado y del Empleo Público en el 2004, prosiguieron con la creación de Servir en el 2008 y culminaron con la Ley del Servicio Civil en el 2013– han sido infructuosos. De la meta inicial prevista de 500.000 trabajadores, solo 671 funcionarios ocupan plazas del nuevo régimen meritocrático, tras nueve años de su aprobación. Esto responde a la falta de liderazgo al más alto nivel, una muy débil institucionalidad y la aguda inestabilidad política que atraviesa el país.
Esta situación ha llegado a picos inéditos desde el inicio de la gestión del presidente Pedro Castillo con la consiguiente degradación del aparato público. De acuerdo con el Observatorio del Bicentenario de Videnza Consultores, la elevadísima rotación de funcionarios interrumpe la adecuada prestación de servicios públicos a la población y dificulta la continuidad de las políticas públicas. Así, la permanencia de un presidente del Consejo de Ministros ha pasado de 12 meses en promedio en el quinquenio de Alan García a uno de dos meses en lo que va de la administración actual. En el caso del ministro de Economía y Finanzas, en el gobierno de Ollanta Humala se tuvieron dos ministros en los cinco años de gestión; Pedro Castillo lleva el mismo número en apenas seis meses.
Lo mismo ocurre en otros sectores sensibles para la población, como salud y seguridad ciudadana. Los sucesivos cambios en las cabezas ministeriales se hacen extensivos a la segunda (e incluso tercera) línea de la administración pública y tienden a paralizar la acción pública. A la elevada rotación de autoridades se ha sumado el nombramiento de personas que no cumplen con los mínimos estándares técnicos o la experiencia requerida en la cosa pública. Esta situación ha provocado la respuesta fiscalizadora de las entidades competentes y la fuga de talento. Es indudable que el régimen no tiene un cabal entendimiento de la necesidad de contar con recursos humanos idóneos que aseguren el funcionamiento del Estado y, más bien, apuesta por el copamiento político y el reparto de cuotas de poder. El desplome de la aprobación presidencial y la percepción generalizada de tener un Gobierno a la deriva reflejan la improvisación en el manejo público y la factura que pasan las desacertadas designaciones.
A estos yerros se suma la grave intención del Ministerio de Trabajo de adscribirse Servir (decisión que sería letal para la aplicación de la reforma del Servicio Civil) y la agenda proactiva de la Comisión de Trabajo del Congreso que pretende priorizar objetivos de negociación colectiva incompatibles con la meritocracia en el Estado e impulsar el fortalecimiento del sindicalismo en el sector público. Este es un derecho constitucional, pero también lo es recibir del Estado servicios de calidad. Muchas de las actuales autoridades parecen olvidar que se deben al bienestar de la ciudadanía en general y no al de algunos grupos sindicales en particular.
Aun con la reciente promulgación de una ley para garantizar la idoneidad de los funcionarios de libre designación y remoción, nada permite prever que se revierta la precarización del aparato público en el corto plazo. Aun cuando resulta una medida acertada (y cuya aplicación debiera provocar la remoción de varios nombramientos recientes), el hecho de que se tengan que explicitar en una ley los requerimientos técnicos mínimos es indicativo de cómo se ha desvirtuado la potestad de elegir personal de confianza y del bajísimo nivel de los funcionarios con altas responsabilidades de gobierno.
El objetivo de construir un Estado moderno sigue siendo un anhelo republicano postergado por la incapacidad de nuestros gobernantes y la desidia de la clase política. Fortalecer la institucionalidad requerirá del esfuerzo conjunto de nuevos liderazgos y la movilización de la ciudadanía que levante la voz por un gobierno efectivo y transparente.
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