Las condiciones externas vienen siendo favorables para la minería: el principal motor de crecimiento económico y bienestar social descentralizado del Perú.
Si bien el alto potencial geológico y los reducidos costos operativos hacen a la minería peruana muy exigente, la competencia se plantea más dura en un contexto en el que los indicadores de competitividad en el Perú ya no son tan buenos como antes.
La presencia de los principales proyectos mineros ha sido transformacional para las regiones mineras. Esto lo demuestra su participación en los indicadores económicos regionales y las mejoras indiscutibles en los indicadores de pobreza y desarrollo humano.
La alta capacidad operativa minera convive con territorios muy rezagados en competitividad. Así, las poblaciones están atadas a esta, cuya dependencia ha propiciado la conflictividad en torno de la distribución de más recursos sin una visión de qué se quiere hacer con ellos.
En un ambiente de conflictividad social, es socialmente costoso sostener la viabilidad de proyectos mineros. Así, proveer una estructura para facilitar la obtención de la licencia social es la forma más efectiva de incrementar los ingresos tributarios.
El impulso externo, a través de la minería, puede ser hoy el pretexto para gatillar una agenda de desarrollo territorial que ningún actor político está planteando.
Según cifras presentadas por la Sociedad Nacional de Minería, Petróleo y Energía, para el período 2022-25 se recaudarán S/17.300 millones anuales. La discusión política debería transitar desde cómo extraerles más recursos a los proyectos que ya existen hacia el debate sobre cómo utilizarlos mejor.
El modelo de distribución de la riqueza minera no tiene una visión territorial de desarrollo, sino de compartimentos estancos o sectorizado y demasiado enfocado en la autoridad regional y municipal. A ello se suma que toda la acción política se centra en la agenda de corto plazo.
Necesitamos una estructura institucional que nos permita transitar hacia el progreso.
Hay que dejar el concepto antiguo de la responsabilidad social, que tenía a la empresa al centro de la discusión, y pasar a un nuevo contrato institucional entre las empresas, el Estado y la sociedad. Un nuevo espacio institucional de diálogo técnico y político que permita implementar un programa que priorice el cierre de brechas sociales y que consolide las potencialidades productivas, focalizada en las áreas de influencia y no solo en el área colindante a la operación minera. Un concepto que trascienda lo normativo y que incorpore a todas las comunidades relacionadas con la operación minera: la zona donde se encuentra la mina, los territorios vinculados al recorrido y el puerto de embarque de minerales.
Una gestión pública más madura permitiría que, por ejemplo, en la región Áncash se lograran ejecutar los S/1.400 millones presupuestados solo en el último año.
Para ello, es necesario construir legitimidad. Una ciudadanía informada sería la responsable de custodiar este mandato de alcance multianual y las fuentes principales de financiamiento de estos planes serían las transferencias recibidas por concepto de canon minero y la formulación de obras por impuestos.
Nada de esto es factible sin institucionalidad estatal y política. La altísima rotación de funcionarios no permite ejecutar ningún plan y la no reelección de autoridades estimula el trampolín político en detrimento del liderazgo. Sin él, la transferencia intergeneracional hacia el progreso nunca ganará frente a la tentación del dinero rápido.
Nuestra minusvalía institucional se traduce en una cartera de proyectos de US$56.000 millones que no cuentan con viabilidad y una actividad de exploración casi inexistente. A un observador externo le podría parecer que el Perú le tiene miedo al progreso.
Contenido sugerido
Contenido GEC