“La vida, por supuesto, no puede afirmarse en aislamiento, algo que tan claramente nos recuerda la Navidad”. (Ilustración: Giovanni Tazza).
“La vida, por supuesto, no puede afirmarse en aislamiento, algo que tan claramente nos recuerda la Navidad”. (Ilustración: Giovanni Tazza).
/ Giovanni Tazza

La anterior es quizá una que muchos quisiéramos olvidar. Una celebración que se había caracterizado por un vínculo de unidad familiar quedó transformada en una noche de duelo comunal. Cada silla vacía era la representación material de una unidad resquebrajada por la muerte o la enfermedad; el recuerdo, en muchos casos, de la imposibilidad económica de salvar a un familiar.

Y, sin embargo, en medio del dolor, miles de peruanos se organizaron para brindar ayuda a migrantes y personas sin hogar, con ollas comunes y múltiples gestos de solidaridad. Si la Navidad es la celebración del nacimiento de Jesús, de su hacerse carne en este mundo, ella ha de ser también una celebración de todos aquellos que buscan regenerar un mundo desgarrado por la muerte y la enfermedad.

Esta Navidad, en cambio, nos ofrece un destello de prudente esperanza. En medio de una pandemia que se resiste a dejarnos, el avance global y local del nos ofrece la oportunidad de reunirnos nuevamente para celebrar –en muchos casos, literalmente– que la vida puede aún vencer a la muerte. En efecto, como han recordado el papa Francisco y múltiples líderes religiosos, vacunarse constituye un acto de afirmación de la vida. Se trata de un poderoso “sí” solidario a la vida, en medio de tantas vidas perdidas.

Pero la vida, por supuesto, no puede afirmarse en aislamiento, algo que tan claramente nos recuerda la Navidad. La vacunación es, por tanto, un gesto solidario de amor por aquel prójimo que no tiene el privilegio de quedarse en casa y que debe buscar el sustento en las calles, mercados, buses, hospitales y puertos. Si esta Navidad nos ofrece una esperanza prudente, no puede ser una esperanza vacía. Nuestra esperanza debe construirse sobre la base del cuidado mutuo.

Por ello, toca rechazar con vigor todo individualismo que olvida que la defensa de la libertad individual se propone como condición para el bien común y no como un fin en sí misma. Y toca rechazar este individualismo, también, cuando viene disfrazado de libertad religiosa. Cuando las iglesias abandonan los principios de solidaridad y compromiso con el bien común, ellas han renunciado a su propia esencia.

Recordemos que “ekklesia”, la palabra griega que da origen a nuestro concepto de “iglesia”, no representa otra cosa que el deseo de formar comunidad. En ese sentido, ser iglesia y afirmar el bien de la comunidad son dos caras de la misma moneda. Luego, el deber de aquellos que se dicen seguidores de Jesús es cuidar de sus hermanas y hermanos. La vacunación es un modo clave para hacerlo.

Pero, ¿cómo deberíamos pensar la Navidad siguiente? Atrapados en lo que parece el ciclo interminable de una pandemia brutal, nos hemos acostumbrado a cambiar y suspender planes. Casi todos vivimos abrumados por lo que parece un horizonte sombrío y perenne, sin ganas de pensar en el futuro. Y, sin embargo, quizá haya algo en los símbolos y en el mensaje de la fe cristiana que nos permita articular de otro modo esta pandemia devastadora.

Pues ese niño al que la tradición cristiana recuerda naciendo en Belén, es también el hombre que luego dará testimonio de su fe en Jerusalén, en una cruz, sintiendo el abandono y la soledad de la muerte. Ese hombre que muere en la cruz, confiesa la fe cristiana, era Dios mismo; un Dios que se hizo persona y a quien la tribulación humana no le resultó ajena. Se trata, además, de una tribulación que no quedó olvidada. Ella, en cambio, devino fuente de vida y un ejemplo de identificación con el sufrimiento del otro.

Más allá de la procedencia religiosa o de la ausencia de fe del lector, es innegable que hay un simbolismo poderoso en la historia que se inicia con el nacimiento de Jesús en un pesebre. Y no se trata de un mensaje triunfalista. La fe en la resurrección no debe ni puede eliminar la tragedia de la muerte. Pero el símbolo de la resurrección inyecta vida ahí donde solo parece haber muerte.

Precisamente por eso, la tradición cristiana nos ofrece una oportunidad para pensar la Navidad siguiente. A pesar de la tragedia de las vidas, trabajos y experiencias perdidas, la Navidad siguiente, y con ella el futuro pendiente, nos abre un espacio para creer y crear. Para creer con convicción que esta pandemia no definirá nuestro destino y para crear las condiciones para que el mañana resucite a una nación más justa y solidaria.