Óscar Vidarte A.

Hace unas semanas fuimos testigos de la decisión unánime de los países miembros de la Organización de Estados Americanos de enviar una misión de alto nivel al para que lleve a cabo un análisis sobre la crisis política existente. No obstante, aunque unánime, los países mostraron justificaciones divergentes, unos hicieron énfasis en la importancia del respeto a la institucionalidad democrática, otros en defender al régimen de.

Luego del autogolpe llevado a cabo por Castillo, estas diferencias se han manifestado en toda su expresión. Si bien una serie de países han reconocido al nuevo Gobierno Peruano -incluso gobiernos de izquierda como el chileno cuestionaron lo sucedido como un golpe de Estado-, otro grupo de países liderados por han mostrado su profunda preocupación por la remoción y detención de Castillo (a quien siguen llamando presidente del Perú), y hacen un llamado para que se respete la voluntad popular.

Desde un inicio de acaecido los hechos, el presidente mexicano parece haberse olvidado que disolver el Congreso de un país al margen de lo que señala la Constitución, se trata de una “ruptura del orden democrático” (de acuerdo a lo señalado por la Carta Democrática Interamericana). Pero su posición ha evolucionado al punto que ahora señala que la relación con el Perú está “en pausa” y que su gobierno sigue reconociendo a Castillo como presidente del Perú.

Esto es preocupante tratándose de un país de la región con el cual hemos desarrollado una asociación estratégica vigente desde el año 2014 y somos socios dentro de la Alianza del Pacífico. Además, ¿si la decisión del gobierno mexicano de poner “en pausa” la relación implica una afectación a los intereses del Perú, esto podría constituir una injerencia (o intervención) en los asuntos internos del país?

Acerca de este último punto, cabe señalar que en el Perú se utiliza el concepto de injerencia de manera muy coloquial. La opinión sobre temas de carácter interno de otro Estado no constituye una injerencia. Si la opinión tiene su fuente en una autoridad, es muy probable que genere problemas de índole político. La injerencia necesita un componente coercitivo que busque imponer una posición, por ello difícilmente lo señalado por diversos presidentes de la región, desde Luis Arce hasta Gustavo Petro, constituyan un acto de injerencia, aunque no contribuyen a solucionar la difícil situación que vive el Perú y merecen la enérgica respuesta de la Cancillería. Sin embargo, México podría estar pasando ese límite.

Por ello, sería importante preguntarles a los gobiernos de Argentina, Bolivia y Colombia, si ellos interpretan de la misma forma que México el comunicado que emitieron conjuntamente y reconocen a Castillo como presidente. Resultaría irónico que fuese así, pues el mismo presidente colombiano ha aceptado que la decisión tomada por Castillo fue “antidemocrática” (¿acaso reconoce a un dictador como presidente del Perú?); mientras que el presidente argentino se comunicó con Dina Boluarte, y de acuerdo a lo señalado por la presidenta, parecía reconocer al nuevo gobierno peruano.

Cierto es que la posición de estos países resalta el rol poco o nada democrático de un sector de la oposición peruana, que desde un inicio desconoció a Castillo como presidente y han tratado de sacarlo del poder a como diera lugar. Sin embargo, este análisis termina siendo parcial, pues olvida la otra cara de la moneda, al desconocer la poca transparencia de Castillo y sus vínculos con la corrupción, llegando incluso a, indirectamente, justificar el autogolpe.

La defensa de la democracia es una máxima a que aspiramos todos los países de la región. Pero sobre la base del principio de no intervención, México no puede obviar tener una posición clara acerca de lo que sucede en Venezuela, pero si asumir como “cuestión de Estado” lo que sucede en el Perú, al punto de defender a un presidente que transgredió flagrantemente nuestra Constitución.

Óscar Vidarte A. es internacionalista y profesor de la PUCP