Hemos llegado a la era de la utopía digital. Las soluciones a problemas que afectan grandes temas como política, democracia y últimamente salubridad se circunscriben principalmente a lo digital, ya sean los ‘debates’ políticos en las redes sociales, la eficiencia en los negocios o la vigilancia. Este reduccionismo ha llevado a que las soluciones provengan de un discurso unilateral que tiene más de ideológico que de realidad.
Sin embargo, la digitalización por su cuenta no solo no soluciona los grandes problemas actuales, sino que rompe el ordenamiento social sobre el cual se han anclado los cimientos de la humanidad.
Para los utópicos digitales la digitalización puede salvar la democracia. En realidad, la destruye. La democracia está basada en tiempo para reflexionar, debatir y recorrer la distancia entre idea y acción. Diversos investigadores sostienen que la digitalización forma individuos con características opuestas a estos valores. Psicólogos y neurocientíficos han hallado que la inmediatez y la constante interrupción externa que trae la digitalización –la yuxtaposición de mensajes, notificaciones, llamadas– vuelven a las personas esclavas del estímulo externo a costa de su capacidad de recorrer la distancia entre sus ideas y sus metas. Viven distraídas. La inmediatez también atenta contra la reflexión, pues la reflexión requiere de tiempo para debatir y argumentar. Así surgió la democracia en Grecia. Y la lenta democracia no puede sobrevivir en la inmediatez de Twitter y WhatsApp.
Los utópicos digitales también sostienen que la digitalización permite la organización de movimientos sociales. Es cierto. Pero la mayoría de estos a la fecha no han tenido resultados concretos. Las grandes movilizaciones sociales que provienen de las redes sociales son un enjambre de individuos que no producen un representante que llegue a las instituciones de poder. La Primavera Árabe, que a comienzos de la década pasada surgió de Facebook y Twitter y terminó con los gobiernos dictatoriales de Muamar Gadafi en Libia y Hosni Mubarak en Egipto, no produjo un líder representativo. Libia y Egipto siguen en el desgobierno. Occupy Wall Street tampoco tuvo resultados tangibles. ¿Qué Dylan canta hoy contra la desigualdad?
Frente al coronavirus, los utópicos digitales crean herramientas de rastreo que algunos reciben con brazos abiertos porque los protegerá de contagios. Pero detrás existe un sistema de espionaje masivo, tanto corporativo como estatal, que, como ya se sabe, recolectará información privada de las personas. Es la nueva manipulación e ingeniería de sentimientos.
El hábitat natural del humano, ese espacio físico para el cual evolucionó durante miles de años, ahora compite con el ciberespacio, un universo amorfo, sin límites ni leyes, sin instituciones ni Estado, donde lo que era visible ahora se vuelve invisible, desconocido y confuso a pesar, irónicamente, de la nueva sociedad de la exposición. Ya no se sabe dónde están los bastiones de poder. Apple opera digitalmente en todos los países, pero paga impuestos principalmente en Irlanda. No se puede protestar contra Apple si no habita el espacio físico y la vida de millones de personas está organizada alrededor de sus productos.
Las que se veían como nuevas esferas públicas de debate han fallado. Twitter es una cloaca, las plataformas digitales priorizan el entretenimiento y proliferan las noticias falsas. En la inmediatez, además de inhibirse el pensamiento crítico, la emoción le gana a la razón. “Shitstorm”, le llama el filósofo Byung-Chul Han.
El nuevo sistema digital vuelve al humano un cómodo entretenido, cuyo esfuerzo se reduce a un clic para que llegue el taxi o la comida caliente. Si el mismo sistema que ocasiona los problemas nos amodorra en nuestros sofás, difícil poderlo enfrentar. Quizás haya llegado, ahora sí, el fin de la Historia.