Alfredo Thorne

Muchos tomaron el desistimiento en la Comisión de del Congreso de la propuesta del Ejecutivo para convocar un referéndum a favor de una asamblea constituyente como una victoria. Sin embargo, conviene preguntarse: ¿Los principios fundamentales de esa Constitución se vienen cumpliendo?

A manera de simplificación, y para este propósito, podemos dividir la Constitución en cuatro principios fundamentales: los derechos de la persona, la función pública, el capítulo económico y la división de los poderes del . Para determinar si estos principios se cumplen, conviene contrastarlos con lo que viene sucediendo en la administración del Estado.

¿Acaso impedir el ingreso a la prensa a las sesiones públicas del Ejecutivo y el Legislativo, o que la prensa divulgue la información de las investigaciones fiscales, no contraviene el derecho a la libertad de prensa y a la información pública que consagra la Constitución? De igual manera, el copamiento de los puestos públicos con personajes de dudosa integridad y algunos con antecedentes penales y judiciales, ¿no contradice la definición de funcionario público que señala la Constitución? Por último, ¿paralizar una o más actividades mineras por invasiones a la propiedad en concesiones que legítimamente ha concedido el Estado no contraviene el derecho a la propiedad privada consagrado en la Constitución?

De estos cuatro principios, quizás el único que aún permanece es la división de poderes, y nos podría dar una ilusión de que la situación se podría revertir.

Visto de esta forma, uno podría concluir que en la práctica ha habido una degradación de la Constitución. No es, pues, sorpresa que los principales atributos que ofrece la Constitución, que es la de proveer un entorno de estabilidad jurídica a la empresa privada y de eficiente ejecución de los recursos públicos, deje de tener el impacto sobre el desempeño económico que había tenido en el pasado. No se trata, como dirían algunos, de que se impida la participación de empresas públicas, porque la Constitución lo permite, y el ejemplo más claro es la amplia participación de Petro-Perú y muchas otras empresas públicas. De lo que se trata es de permitir el “pluralismo económico” del que habla la Constitución.

De seguir trastocando la Constitución, en la práctica, corremos el riesgo de convertirnos en un Estado fallido, del que hablan Daron Acemoglu y James Robinson en su libro “El corredor estrecho”. Es una forma de migrar a un Estado sin ley. Lo ilustran con el ejemplo de la República Democrática del Congo, en donde los ciudadanos toman la responsabilidad de protegerse a sí mismos, y de proveerse de su propia protección social, porque el Estado es inexistente. No es la ruta al socialismo, como algunos quisieran pensar; es la anarquía, o lo que hemos descrito en otras entregas como el Estado informal.

La sorpresa es que los Estados fallidos han sido la norma. Nicolás Maquiavelo, quizás el primer y más famoso analista político, decía que el único Estado moderno que conoció fue el Imperio Romano, que se debía a muy pocas instituciones y a su estructura elitista y meritocrática. El ejército, la institución más poderosa, tenía como propósito atraer a los mejores, usualmente era compuesta por las élites de la sociedad y se aseguraban de que los generales fuesen bien remunerados en sus conquistas. Siglos más tarde, Francis Fukuyama, en su libro “Orden y decadencia política”, analiza la transición del Estado fallido al moderno. También concluye que la mayoría de los Estados occidentales habían sido fallidos hasta mediados del siglo XIX. El cambio más notable fue el de Estados Unidos, que lo caracteriza como un Estado mercantilista y fallido hasta el final de su guerra civil, en 1865.

La pregunta que nos quisiéramos hacer es la siguiente: ¿Qué determina que un Estado fallido se convierta en moderno? Tanto Maquiavelo como Fukuyama opinan que es la reforma del servicio civil. Son, quizás, los servidores públicos los que por su naturaleza son los guardianes de la Constitución y aseguran la profesionalización del Estado. Por ejemplo, Fukuyama dice que la gran transformación de Estados Unidos fue cuando profesionalizó e independizó su servicio civil a comienzos del siglo XX. En el caso de Francia, él piensa que, aun cuando el Estado Napoleónico fue un Estado autocrático, el Código Napoleónico fue la semilla que transformó el Estado; y en el caso de Alemania, fue la disciplina y profesionalismo de su ejército lo que induce la transformación de su Estado.

Hace mucho sentido que sea la profesionalización e independencia del servicio civil la mecha que genere la transformación hacia un Estado moderno. Algunos recomiendan que se implemente a cabalidad la Ley Servir. Quizás nuestro error ha sido crear islas meritocráticas, sin construir sobre las experiencias exitosas como el BCR, la SBS y otras que han logrado construir esa meritocracia y sostenerla en el tiempo. La preocupación es que estas instituciones pidieron no estar en Servir.

En nuestra opinión, la reforma del servicio civil tendría que ser una propuesta más ambiciosa y que, si no fuese por nuestro Congreso mercantilista, debería de nacer del Poder Legislativo. Un servicio civil que sea meritocrático, independiente del poder político, que tenga la responsabilidad de elegir las mejores opciones técnicas en cada decisión del gobierno, que trascienda los períodos presidenciales y que los funcionarios públicos tengan que competir por cada puesto de manera transparente. En suma, se requiere que el gobierno se convierta en un centro de excelencia. Los economistas somos de pensar en muchas reformas, pero si hay una que es verdaderamente transformacional esa es la reforma del servicio civil.

Alfredo Thorne es exministro de Economía y Finanzas

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