Por décadas, las Fuerzas Armadas latinoamericanas fueron objeto de estudio y análisis, aunque no siempre hayan sido una materia fácil de diseccionar. Numerosos académicos intentaron conocer las causas de ciertas embestidas que acabaron en cuartelazos y golpes de Estado, cada uno con diverso tono y ropaje, pero hoy esto parece haber cambiado. La ciencia política de los últimos 30 años se ha centrado más en temas como la calidad de la democracia y el funcionamiento de las instituciones, y eso es muy positivo, pero también engañoso.
Que las instituciones militares de la región se hayan mantenido relativamente quietas es algo que debe resaltarse, considerando la nutrida cantidad de golpes de Estado ejecutados en el pasado. Ahora bien, esto no difumina el camino transitado, ni reduce al mínimo la posibilidad de experimentar nuevamente lo que antes ocurrió. No en vano, algunos institucionalistas históricos, entre ellos, el estadounidense Guy Peters, señalan que lo vivido en un país podría volver a sufrirse. No sería mala idea, entonces, volver a colocar a las Fuerzas Armadas en un primer plano, como diría Theda Skocpol, porque nunca dejarán de ser actores en un país, incluso a través de sus silencios y omisiones.
En todas las Fuerzas Armadas del mundo hay facciones o grupos que, eventualmente, adquieren hegemonía por razones estructurales o episódicas. En los cuarteles se producen alianzas, correlaciones de fuerzas y liderazgos, en una especie de microclima que siempre ha existido. Las Fuerzas Armadas nunca están dormidas, pueden y suelen expresarse, y los caminos son diversos. Acuden a periodistas amigos, aplican mecanismos para informar y desinformar, y se valen de los militares retirados para transmitir el pensamiento institucional. Este es el mecanismo que suele activarse en momentos de normalidad, cuando la crisis no es excepcional. No hay un pronunciamiento público, tampoco una acción que alarme a la ciudadanía, y menos, una trasgresión a la Constitución.
Pues bien, hoy algunos militares se preguntan si es razonable mantener esa quietud en momentos de crisis excepcional, cuando la norma, hecha y pensada para situaciones de normalidad, resulta insuficiente ante lo extraordinario. Se preguntan si, necesariamente, deben permanecer inmóviles observando cómo avanza el incendio y cómo los cántaros con gasolina van llegando. En América del Sur, un suceso avivó esta reflexión. En el 2019, el general EB Williams Kaliman, Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas de Bolivia, “resolvió” un contexto de incertidumbre y caos en su país cuando le sugirió públicamente al presidente Evo Morales que renuncie al cargo, algo que al final sucedió. La crisis en Bolivia pudo haber sido excepcional: Morales era acusado de querer perpetuarse en el poder, había ganado unas elecciones que eran cuestionadas por la OEA, su legitimidad política era precaria, y se desataban protestas con violencia en gran parte del territorio.
El “caso Kaliman” revivió un debate que parecía zanjado, y cuya principal conclusión era que las Fuerzas Armadas no debían ser deliberantes. En una crisis excepcional, ¿tampoco pueden brindar una opinión? ¿Deben ser espectadoras del derrumbe? Desde los cuarteles, algunos militares cuestionan que el sistema los haya invisibilizado y castrado. Hay una corriente naciente en las entidades castrenses, y esta apunta a la línea marcada por el general EB Williams Kaliman.
En las últimas presidencias, incluyendo la actual de Pedro Castillo, el Perú experimentó diversas crisis de gran magnitud que bien pudieron ser catalogadas como excepcionales, con militares murmurando y mirando el reloj, igual a lo que ocurría en el pasado. Un nuevo fenómeno latinoamericano parece haber despertado a los institutos castrenses, y el efecto disparador, paradójicamente, provino de la propia democracia. Últimamente, atrapados en conflictos multidimensionales y rodeados de instituciones débiles, muchos gobernantes de la región tocaron las puertas de las Fuerzas Armadas para evitar ser derrocados, y en esa escenificación, las fotos o imágenes de video con los jefes militares, siempre uniformados, eran un antídoto contra la defenestración.
En esta dinámica estrictamente utilitaria, los mandatarios capearon la tormenta, vencieron a la oposición y se fortalecieron, al igual que las instituciones castrenses, las cuales, ahora, parecen haber entrado a un proceso de extrema politización. Si esta politización se adhiere a la añeja y enquistada autonomía militar, característica que no siempre ha sido beneficiosa para las democracias, algo incierto estaría por llegar. Según la académica Rut Diamint y el politólogo Javier Corrales, se estaría generando un “nuevo militarismo” en “democracias militarizadas” latinoamericanas.
Este “nuevo militarismo” ha permitido que los institutos castrenses regresen al ámbito público como garantes y protectores de gobiernos, debilitando la idea de que los uniformados no deben participar en política, y fortaleciendo peligrosamente el mito de que las Fuerzas Armadas son el poder dirimente ante cualquier problema. Este es un pensamiento que la gente podría socializar y demandar, con resultados muy complejos para un país. Sería como volver al pasado, en cámara lenta, y con la anuencia de todos.
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