(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Dino Carlos Caro Coria

Como sostuve hace un tiempo en estas páginas, el Congreso debe criminalizar el financiamiento ilegal de los partidos políticos y el Poder Ejecutivo debe convertirlos de modo expreso en sujetos obligados a prevenir el lavado de activos, con un oficial de cumplimiento que reporte las operaciones sospechosas a la Unidad de Inteligencia Financiera. Pero mientras tanto, ¿qué hacemos con el pasado? Si la fiscalía confirma las declaraciones de Jorge Barata de que prácticamente todos nuestros líderes políticos, de modo directo o indirecto, recibieron dinero para sus campañas electorales, ¿cuál es el delito? La recepción de donaciones para el partido por encima de lo permitido –un máximo de 60 UIT al año– es apenas un ilícito administrativo de la organización (penado con una multa de 10 a 30 veces lo recibido), de modo que su conexión con un delito depende de diferentes circunstancias.

Si la persona es un funcionario tentando la reelección (o su no revocación) y el donante mantiene intereses o negocios con su administración (contratos, licitaciones), las hipótesis de corrupción, colusión o enriquecimiento ilícito, y posteriores conductas de lavado de activos, podrían llenar cualquier vacío de punición. Pero la situación es más compleja si la persona no tiene un cargo público y solo es un candidato. Para estos casos –que son la mayoría– suele caerse en la tentación de calificar el hecho como lavado de activos, sin advertirse que para condenar por este delito, conforme a la Sentencia Plenaria Casatoria N° 1-2017/CIJ-433 de la Corte Suprema, debe probarse, entre otras cosas, que el dinero recibido tiene origen delictivo y que el candidato y, de ser el caso, su intermediario sabían o sospechaban (“debían presumir”) de ese origen delictivo.

Sobre la prueba del origen criminal, indicar que las donaciones venían de la caja 2 o del Departamento de Operaciones Estructuradas de Odebrecht plantea dos problemas para la fiscalía. Primero, debe probar que ello es así, lo que implica conocer las cuentas de Odebrecht, sus registros contables y la ruta del dinero hasta convertirse en efectivo para la entrega en el Perú al candidato o su intermediario. Lo segundo es aun más complicado. La fiscalía tiene que probar que los fondos de la caja 2 provienen de un delito: es decir, que Odebrecht tenía acopiado dinero sucio, producto de otros actos de corrupción, el fraude tributario (de la empresa) u otro delito precedente, y que usó esos mismos recursos para las donaciones en el Perú.

Si todo lo anterior puede superarse probatoriamente, a renglón seguido la fiscalía deberá probar que el candidato peruano y/o su intermediario sabían o sospechaban de ese origen delictivo al momento de recibir la plata, en una época en que Odebrecht aún no era vista como una empresa corrupta.

En estos tiempos de derecho penal “a la carta” se puede acudir a diversas teorías, como el dolo eventual (no se conoce con certeza el origen delictivo, pero el candidato asume el riesgo de que así sea), la ‘willful blindness’ (la ceguera voluntaria del candidato), la indiferencia como dolo, la ‘recklessness’ (más que negligencia, menos que dolo) o la culpa grave como dolo. Todas tienen como punto de partida que el candidato, el partido o su entorno hayan contado con algún dato cierto, por mínimo que fuere, sobre el origen criminal de un dinero proveniente de una empresa privada.

En ese contexto, la construcción de un caso por lavado de activos que permita una condena es una labor cuesta arriba. Por ello, la fiscalía debe agotar todas las imputaciones colaterales: falsedades contables, falsedades documentarias, falsos aportantes, falsas declaraciones ante la ONPE u otras autoridades, fraude contra el patrimonio del partido (el candidato o terceros se quedan con lo donado o el vuelto de la campaña) y fraude tributario (incremento patrimonial no justificado y falsedades para su “legalización”), varios de ellos cometidos de modo sistemático y continuado, producto de una misma determinación criminal.

Aunque son tiempos de un derecho penal “para todo” y “para todos”, el enorme reto del Ministerio Público es llenar ahora esos vacíos de punición dejados por el legislador y recuperar, mediante procesos justos, la credibilidad ciudadana en el sistema de partidos y la democracia.

* El autor es asesor de organismos públicos y privados, nacionales y extranjeros, en prevención o ‘compliance’ antilavado de activos y abogado en investigaciones por dicho delito.