En Sri Lanka se está produciendo una tragedia. Los ciudadanos tienen que hacer cola para conseguir alimentos y productos farmacéuticos, los propietarios de vehículos no pueden llenar sus tanques y se han producido continuos cortes de electricidad. La economía está paralizada y, como las deudas del país son ya insostenibles, no puede pedir préstamos. El país sufre la peor crisis económica desde la Segunda Guerra Mundial.
La situación es tan grave que millones de personas se han echado a las calles. El presidente ha huido del país y el Parlamento ha elegido a un sustituto nuevo, pero impopular. Si todo va bien, el Fondo Monetario Internacional (FMI) puede acudir en ayuda de Sri Lanka con un paquete de préstamos de rescate (que permitan las importaciones esenciales) y un programa para lograr políticas fiscales, monetarias y cambiarias sostenibles.
La difícil situación de Sri Lanka puede servir como lección para otros gobiernos. Cuando los problemas económicos de un país se vuelven evidentemente insuperables, posponer el ajuste de cuentas mediante diversas medidas parciales solo empeora las cosas al final.
Durante años, Sri Lanka disfrutó de un nivel de vida relativamente alto, buenos servicios sociales y un sólido crecimiento económico. En la primera mitad de la última década, presumió de una tasa media de crecimiento anual del 6,5% –una de las más altas del mundo– y de un crecimiento demográfico muy bajo. Aunque el crecimiento económico se ralentizó a partir del 2015, siguió superando el 3% de media hasta el 2019.
Pero a finales de ese año, un nuevo gobierno llegó al poder e inmediatamente anunció una gran bajada de impuestos. Tanto en el 2020 como en el 2021, el gobierno tuvo un déficit fiscal de más del 10% del PBI. La tasa de inflación anual pasó de una media inferior al 5% en los años anteriores al 39,1% en mayo y al 54,6% en junio.
Peor aún, con la inflación ya acelerada, el gobierno anunció en la primavera del 2021 que prohibía todas las importaciones de fertilizantes químicos. Como era de esperarse, la producción de arroz se redujo en un 20%, las exportaciones de té cayeron a su nivel más bajo en más de dos décadas y más de un tercio de las tierras de cultivo del país quedaron en barbecho.
La pandemia del COVID-19 se sumó a estas heridas autoinfligidas, provocando un fuerte descenso de los ingresos por turismo, lo que agravó la escasez de divisas de Sri Lanka y redujo aún más su capacidad para importar. A finales del 2021, la situación estaba fuera de control y en mayo el gobierno dejó de pagar la deuda externa.
Ahora, Sri Lanka no puede obtener insumos esenciales para reactivar su economía hasta que no haya reestructurado su deuda e instalado un gobierno que funcione. La reestructuración de la deuda del país será inusualmente complicada porque una parte importante se debe a China, que no participa en los ejercicios multilaterales de reestructuración dirigidos por Occidente para los prestatarios soberanos excesivamente endeudados.
Una vez más, la lección para otros países con problemas de deuda es clara. Aunque las autoridades económicas de un país pueden retrasar algunas de las consecuencias de sus políticas desacertadas durante un tiempo mediante el racionamiento y la prohibición de las importaciones, los controles de precios, los déficits fiscales, los préstamos extranjeros y la impresión de dinero, la música acabará por detenerse. Cuando la única opción que le queda a un gobierno es aplicar reformas serias o perseguir medidas desesperadas y económicamente irracionales, hacer esto último no hará más que agravar la miseria y el sufrimiento humano causados por los errores políticos anteriores.
Si Sri Lanka se hubiera dirigido al FMI a finales del 2021 (o incluso antes) y hubiera aplicado las dolorosas reformas necesarias para frenar la inflación y reducir sus déficits fiscales y de cuenta corriente, se habrían evitado al menos seis meses de sufrimiento. La deuda externa del país no habría aumentado tanto y el camino hacia la recuperación no habría sido tan largo. Y lo que es más, se podría haber evitado por completo la caída del país en el caos político.
Desde el comienzo de la pandemia, la comunidad internacional ha prestado más atención a la situación de los países en desarrollo endeudados y el G-20 ha puesto en marcha una iniciativa de suspensión del servicio de la deuda, que ha proporcionado unos US$13.000 millones de alivio para 48 países en el período 2020-21. Pero esto es como una gota de agua en relación con las necesidades.
Peor aún, ha habido muy poca diferenciación entre los países cuyas políticas económicas subyacentes eran sostenibles y aquellos cuyas políticas se habrían vuelto insostenibles sin reformas, incluso en ausencia del COVID-19. Prestar a un país de esta última categoría sin asegurarse de que tiene o va a aplicar políticas económicas sostenibles no le hace ningún favor. Por el contrario, ese “apoyo” no hace más que posponer el día del juicio final y dejarlo con una carga del servicio de la deuda aún mayor cuando llegue el momento.
Los responsables políticos de otros países con problemas económicos deberían prestar atención a la historia de Sri Lanka. Las lecciones pueden emparejarse con las de Brasil, que, tras su crisis de deuda del 2002, adoptó rápidamente las reformas políticas necesarias y pasó a disfrutar de años de crecimiento sostenido. Brasil también tuvo que elegir entre una acción rápida y dolorosa para crear las condiciones para la recuperación, y la negación y el retraso para posponer lo inevitable. Sus dirigentes demostraron ser más sabios que los que, desde entonces, han salido huyendo de Sri Lanka.
–Traducido y editado–
Project Syndicate, 2022