Ilustración: Víctor Aguilar
Ilustración: Víctor Aguilar

Aun si esta noche no consiguiéramos la clasificación, es necesario rescatar varias cosas valiosas de la gestión de Ricardo Gareca y Juan Carlos Oblitas. Una suerte de revolución cultural ha tenido lugar en el fútbol peruano en los últimos dos años, por lo que sería bueno que algunas de las experiencias de este proceso se conviertan en enseñanzas para la conducción futura del deporte más popular en nuestro país.

Una de las cosas que nos ha enseñado esta campaña es que para ser competitivos en una eliminatoria para el Mundial no era necesario, como sugerían muchos, esperar dos décadas a que apareciera una nueva generación de jugadores. Hace un par de años, muchos de los que hablan de fútbol en los medios de comunicación decían que contratar un buen entrenador era una pérdida de tiempo y de dinero, que era una forma de crear ilusiones en la gente, de “vender humo”, y que era mejor concentrar “energías” en trabajar con las divisiones menores. Decían que sin solucionar los problemas “estructurales” del fútbol peruano –y en esa expresión se incluyen muchas cosas que nadie se ha tomado el trabajo de definir bien– era imposible competir.

Gareca y Oblitas sabían, en cambio, que si bien en cuanto a jugadores estamos tal vez un paso atrás en relación con algunos de nuestros adversarios en Sudamérica, no estábamos tan atrás como para seguir el consejo de tirar la toalla antes de competir. Ambos sabían que, en el fútbol, la preparación, la estrategia y el cuidado por los detalles pueden vencer al talento. Ellos también nos han demostrado que los jugadores peruanos no eran malos, como parecía creer una parte importante de la opinión pública interesada en el fútbol, sino que acusaban una falta de fe en sus capacidades, como consecuencia de un entorno que es –o que era– poco edificante para su autoestima. El éxito en equipos del extranjero de varios jugadores jóvenes de este proceso así lo confirma.

Otra cosa que ha quedado en evidencia, y que ojalá sirva para reflexionar, es que la mala onda de cierta prensa con relación a nuestro fútbol no respondía a una apreciación estrictamente futbolística. Esta mala onda responde, más bien, al hecho de que algunos medios y periodistas han utilizado la crónica deportiva como el disfraz para ciertas actitudes sociales y políticas. No de otro modo se puede entender los muchos comentarios críticos, y a veces incluso burlones, de una parte de nuestra prensa especializada contra, por ejemplo, Luis Advíncula y André Carrillo (este último un crack en cualquier cancha del mundo). Estos comentarios reflejan, además de poco entendimiento del juego, una actitud de desprecio que está presente en otros ámbitos de la vida nacional. Existe en el Perú una tendencia en algunos comunicadores a usar el fútbol como un canal para expresar fobias y resentimientos, tendencia que –esperamos– esta campaña ayude a enterrar para siempre.

Es probable que ganemos esta noche. Y aun si esto no sucediera, ojalá que no olvidemos dos de las lecciones de este proceso. La primera es que, poniendo a la cabeza del fútbol peruano a profesionales decentes, conocedores y atentos a los detalles, podemos competir contra cualquier equipo. La segunda es que debemos tratar de erradicar de nuestro fútbol esos prejuicios y esos sentimientos de intolerancia que han nublado la mente y la visión de ciertos comentaristas y de algunos hinchas y que han contribuido en el pasado a crear un clima hostil que no ayuda a conseguir triunfos.