Después de 16 años, Angela Merkel ha dejado de ser la canciller de Alemania y, con ello, la mujer más poderosa del mundo. Llegó a la política con la reunificación y su carrera despegó gracias a su talento y a la oportunidad que le dio a la joven congresista y científica del este el entonces canciller Helmut Kohl al nombrarla ministra del Ambiente. Su larga presencia en el escenario global –incluida una visita a nuestro país en el 2008– ha desterrado prejuicios y abierto espacios para nuevos estilos de liderazgo de mujeres, pero también de hombres. Habíamos tendido a identificar lo hogareño y maternal con la mujer y el pragmatismo y devoción a la carrera con el hombre. Merkel, a diferencia de Margaret Thatcher –otrora la mujer más poderosa–, no tiene nada de lo primero, pero, al igual que la mayoría de hombres exitosos, tiene todo de lo segundo. Al mismo tiempo, es implacable en aquello en lo que cree –recordemos su posición respecto del rescate financiero de Grecia– y es capaz de movilizar a una nación y a un continente hacia la compasión y lo humanitario –la crisis de refugiados sirios es un ejemplo emblemático–.
Ideas estereotipadas del liderazgo basadas en el género las tenemos todos. La buena noticia es que esto está cambiando y cada vez vemos más atributos que se asociaban solo a la mujer, o solo al hombre, exhibidos indistintamente. Justin Trudeau, el primer ministro de Canadá, es percibido como abierto, accesible, emocional, incluyente y siempre dispuesto a colaborar. Probablemente, esto lo habríamos asociado más con una mujer –y, de hecho, este es el caso de Jacinda Arden, la líder neozelandesa, que es todo eso también–. Otra forma de verlo nos la proporciona la pandemia: a los gobiernos más dialogantes y consensuales –encabezados por mujeres u hombres– les fue mejor que a los gobiernos más autoritarios. No es una diferencia entre hombres y mujeres, sino entre estilos de liderazgo y capacidad de adaptar el liderazgo a las circunstancias.
La idea de que los liderazgos de mujeres y hombres no son distintos se viene estudiando sistemáticamente y el Perú también ha sido puesto bajo esta lupa. Un reciente estudio de la consultora de talento Thomas International señala que no hay diferencias significativas en los seis rasgos de personalidad –autoexigencia, adaptación, curiosidad, enfoque de riesgo, aceptación de la ambigüedad y competitividad– que definen qué tan buen líder puede llegar a ser uno. ¿Significa eso que las mujeres no agregan diversidad? La respuesta es no. Las diferencias en experiencia, socialización, expectativas, etc., generan aproximaciones, visiones y aportes distintos que agregan mucho valor, como demuestran los estudios que han medido la diferencia en desempeño, rentabilidad, crecimiento e innovación de las empresas que cuentan con mujeres en su alta dirección, lo que es cierto también para otras diversidades: Merkel, por ejemplo, ha tenido en sus equipos cercanos una mayoría de mujeres y las ha promovido –el caso más notable es el de Ursula von der Leyen, quien ocupó varias carteras en sus gabinetes y hoy se desempeña como presidenta de la Comisión Europea–, aunque no tuvo “socias” mujeres equivalentes a George Bush, Barack Obama o Emmanuel Macron, con quienes en distintos momentos avanzaron agendas comunes. Casi siempre es la única mujer en la foto de los poderosos jefes de Estado del G7, del G8 e inclusive del G20 (a excepción de los tres años en los que Theresa May fue primera ministra del Reino Unido, cuya gestión quedó absorbida por el tema específico del ‘brexit’). La soledad de los liderazgos femeninos es, en muchos casos, una carga adicional para las mujeres que llegan a posiciones prominentes. Este es un tema que el académico Claude Steele (autor de “Whistling Vivaldi”, libro que recomiendo) identificó y analizó en relación con la Corte Suprema de los Estados Unidos. Steele encontró evidencia sobre lo asfixiante que fue el cargo para Sandra Day O’Connor, la primera y por muchos años única mujer en la corte, y sobre la gran diferencia positiva que significó para el tribunal en su conjunto y para ella en particular cuando llegó Ruth Bader Ginsburg. O’Connor dejó entonces de ser la juez mujer para ser una juez mujer. Cuando solo hay una mujer líder, las expectativas, por ejemplo, de que trabaje mucho o muy poco por la igualdad de género agotan y le restan espacio y foco a otros temas.
En línea con esto último, es muy positivo que en nuestro país el nuevo directorio del Banco Central tenga tanto a Roxana Barrantes como a Marylin Choy, pues de esa manera no tienen la carga de la agenda de género –que nunca debe ser de una mujer, ni de las mujeres, sino de todos– y tendrán más ancho de banda para aportar a su delicada misión. Esto es algo que debiera tomarse en cuenta para la conformación de otros cuerpos colegiados. Un estudio reciente de Centrum PUCP muestra que, en las empresas peruanas que cotizan en la Bolsa de Valores de Lima, el 41% tiene mujeres en el directorio, pero el número de directoras no llega al 10%. La diferencia se explica porque casi siempre hay solo una mujer. La buena noticia para quienes quieren cambiar esto es que hay una cantera de mujeres preparadas, que el estudio de Thomas International confirma que su capacidad de tener éxito es la misma que la de los hombres y que, como demuestra el caso de Angela Merkel, basta con darles una oportunidad.
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