Los avances en la promoción y la protección de los derechos humanos se realizan siempre contra la corriente. Cada logro humanitario necesita ser protegido contra las tendencias regresivas o la inercia de los estados mediante la constante discusión y los nuevos avances. Algunos bloques regionales que hasta hace poco fueron bastiones de la agenda humanitaria comienzan a adoptar posturas conservadoras. El fenómeno de la migración internacional y el tratamiento de las medidas de asilo y refugio son hoy un ejemplo paradigmático de esta perturbadora tendencia.
El mundo presencia un momento particularmente álgido en materia de migraciones de enormes contingentes de población principalmente empobrecida. Las causas son múltiples, pero las principales son los conflictos armados (principalmente en Siria y en diversos territorios de África) y los estragos del cambio climático. Los conflictos son un factor de expulsión por la violencia que la población experimenta y porque destruyen los medios de vida y hunden a la gente en la miseria. Otro tanto ocurre con el cambio climático. En América Latina, el fenómeno migratorio más grande se origina en la profunda crisis política y económica de Venezuela.
La persona migrante es particularmente vulnerable. Huye de la precariedad a la incertidumbre, y escapa a la zozobra material solo para caer, posiblemente, en un limbo jurídico en el territorio de llegada. Los derechos humanos del migrante se encuentran siempre bajo riesgo.
Frente a esa realidad –no novedosa, pero sí más aguda hoy–, la comunidad internacional ha forjado consensos y ha adoptado compromisos humanitarios. El acuerdo fue ofrecer seguridad jurídica y garantías de que los derechos fundamentales del migrante serían respetados. Esto, desde luego, se conseguía desde una óptica realista, no ilusoria, en la que se procuraba el mejor equilibrio entre los principios y las dificultades de un Estado para absorber grandes contingentes humanos en plazos cortos. En rigor, los procedimientos jurídicos claros son también un factor de eficiencia y orden para las políticas migratorias de cada país. Mediante ellas, la crisis puede ser afrontada con políticas públicas que no solo permitan el ingreso de la población extranjera, sino que también faciliten su inserción ordenada.
No obstante, esa orientación está siendo erosionada ante la conquista de un paradigma “securitario” en medio de un nuevo clima político. En el espacio europeo, las medidas para disuadir el ingreso de inmigrantes mediante el uso de la fuerza ganan espacio. Se tiende cada vez más a incriminar al ingreso ilegal de extranjeros, se incrementa la detención arbitraria de inmigrantes y se expanden las medidas de expulsión perentoria.
En América Latina, y en relación con la migración venezolana, nuestro país parece insertarse en esa regresión. Tras una política inicial de apertura (si bien poco organizada) el Perú ha dado pasos en el sentido contrario, con disposiciones que colocan a la población migrante en una situación jurídica vulnerable. Algunos de estos son la adopción del requisito de pasaporte (un documento difícil de conseguir en Venezuela), la introducción de la visa humanitaria, la limitación de la figura de la “excepción humanitaria” y algunos cambios restrictivos en los procedimientos de asilo, a lo que se suma la precariedad material de las instalaciones destinadas a la población de los migrantes venezolanos. Este giro también ha sido verificado en Chile y Ecuador.
Lo que sucede en materia de migraciones es solamente un ejemplo, entre tantos, de lo señalado inicialmente. El avance de los derechos humanos, si bien aplaudido en el lenguaje oficial, requiere de una cotidiana afirmación y defensa. Es fuerte la tendencia de los gobiernos a excusarse invocando sus propias limitaciones y está muy asentada la idea de que, en materia de derechos, lo mínimo es lo suficiente. Esa idea debe ser sometida a examen. En materia de derechos humanos, no avanzar es retroceder.