“Si es la voluntad de Dios, continuaré”, afirmó Jair Bolsonaro hace poco. “Si no, me quitaré la banda presidencial y me retiraré”. Suena demasiado bueno para ser verdad. Bolsonaro ha pasado gran parte del año poniendo en duda el proceso electoral y preparando el terreno para rechazar los resultados. Los militares quieren realizar un recuento paralelo de los votos. La amenaza flota en el aire: el 67% de los brasileños teme la violencia política y algunos elegirán no arriesgarse a votar. Por todas partes se habla de golpe de Estado.
En medio de esta incertidumbre, hay un hecho al que aferrarse: Luiz Inácio Lula da Silva, el expresidente izquierdista de Brasil, lidera las encuestas con un 50% frente al 36% de Bolsonaro. Cuatro años después de ser expulsado de la escena política –por cargos de corrupción y lavado de dinero que luego se demostraron, en el mejor de los casos, dudosos desde el punto de vista procesal y, en el peor, políticamente motivados–, Lula ha vuelto. Todo apunta a que ganará, si no este domingo, en la segunda vuelta del 30 de octubre.
Las próximas semanas podrían poner fin al período de uno de los peores líderes de nuestra historia, o podrían llevarnos aún más a la catástrofe. En la superficie, las cosas parecen tranquilas. Observo que las banderas brasileñas –que han llegado a representar el apoyo a Bolsonaro– han sido retiradas de las fachadas vecinas. Una señal ambigua: ¿será una respuesta preventiva a la derrota o la calma antes de la tormenta?
A pesar de la polarización social, aquí sigue habiendo un enorme apoyo a la democracia: el 75% de los ciudadanos piensa que es mejor que cualquier otra forma de gobierno. Lula ha intentado explotar ese sentimiento y abrir un amplio frente contra Bolsonaro. Escogió a un antiguo adversario del centro-derecha como su compañero de fórmula, cortejó asiduamente a los líderes empresariales y se aseguró los apoyos de prominentes centristas. Los partidarios del candidato de centro-izquierda podrían incluso darle su voto. Si es así, Bolsonaro podría ser derrotado.
Pero esa gloriosa perspectiva poco ayuda a disipar la ansiedad que envuelve al país. Hay demasiado en juego. Por un lado, está el propio proceso democrático, puesto en entredicho por Bolsonaro. Por el otro, el futuro de nuestro Poder Judicial. El año que viene habrá dos puestos vacantes en el Tribunal Supremo. Si está en el poder, Bolsonaro aprovechará la oportunidad para elegir jueces de extrema derecha, como hizo con sus dos últimos nombramientos.
Luego está el medio ambiente. En lo que va del año, se han registrado más incendios forestales en la Amazonía brasileña que en todo el 2021, que fue catastrófico. Densas columnas de humo han cubierto varios estados brasileños. La deforestación y la muerte de indígenas han aumentado y los organismos medioambientales han sido desmantelados. Revertir estas desastrosas políticas es urgente.
Además, un nuevo gobierno podría hacer frente al terrible destino de las 33 millones de personas en riesgo alimentario. Pero antes de todo eso, hay un primer paso necesario: empujar a Jair Bolsonaro a la jubilación. Entonces podremos empezar a respirar de nuevo.
–Glosado, traducido y editado–
© The New York Times