El sábado pasado fue el Día Mundial del Refugiado. Como todos los años, es un día que me causa mucha tristeza. Según el ACNUR (la Agencia de la ONU para los Refugiados), cerca de 80 millones de personas –el 1% de la población global– son desplazadas por conflictos, persecuciones o eventos que perturban gravemente el orden público.
En el contexto del COVID-19 hay millones de personas refugiadas en riesgo de contagio, sin acceso adecuado a servicios de salud, muchas veces en situaciones de aguda precariedad. Pienso en los campos de refugiados en Grecia, una verdadera vergüenza para Europa. Al mismo tiempo, gobiernos de todo el mundo, encabezados por EE.UU., se aprovechan de la crisis sanitaria para implementar políticas restrictivas de inmigración y asilo. Más allá de los cierres temporales de fronteras, deniegan a miles de personas el derecho de solicitar refugio.
En este contexto debemos preguntarnos, ¿cómo están las personas refugiadas en el Perú? Me refiero, en particular, a los alrededor de 850.000 ciudadanos venezolanos. Aunque habitualmente no los llamemos ‘refugiados’ y el Estado Peruano, en su mayoría, no los reconozca bajo dicho estatus, las masivas violaciones de derechos humanos en Venezuela los califican como refugiados. Según nuestra ley del refugiado, el Estado Peruano tiene la obligación de protegerlos y garantizar su acceso a servicios básicos.
Las personas refugiadas lo han pasado muy mal durante los casi 100 días de cuarentena. Según Equilibirum CenDe, al 15 de junio, el 43% había perdido su trabajo, y el 49% enfrentaba riesgo de desalojo. Tan solo un mes después del inicio de la cuarentena, solo el 5% decía tener los recursos económicos suficientes para comprar los productos de primera necesidad. De acuerdo a un estudio que conducimos desde el CIUP (el Centro de Investigación de la Universidad del Pacífico), alrededor de 10% de los encuestados venezolanos ha sufrido hambre durante la cuarentena.
Es cierto que millones de peruanos también están sufriendo por la cuarentena y sus efectos colaterales. Pero la pandemia ha puesto a la población migrante y refugiada en una situación de mayor desprotección y vulnerabilidad por tres características claves que la diferencian de la población local: mayor informalidad, un precario estatus migratorio y la falta de redes sociales. En febrero del 2020, el 93% de nuestra muestra trabajaba sin contrato. Además, según un informe del BBVA y nuestras propias investigaciones, los venezolanos trabajan más horas y reciben sueldos más bajos que los peruanos en puestos comparables.
Con respecto a su precariedad legal, el Permiso Temporal de Permanencia (PTP) ya no se otorga desde finales del 2018. Según Naciones Unidas, se han presentado cerca de medio millón de solicitudes de refugio por ciudadanos venezolanos en el Perú. Hasta el día de hoy, solamente se decidieron una fracción minúscula de esos casos. La página de la Comisión Especial de Refugiados (CEPR) no estaba operativa para registrar solicitudes de forma virtual durante casi un año (hasta el día de ayer) y la única oficina de la CEPR en Lima cerró el 12 de febrero. Entre el 2014 y el 2019, se otorgaron menos de 100.000 carnets de solicitante de refugio –poco más de mil recibieron su Carnet de Extranjería como refugiado reconocido–, lo que deja a las personas solicitantes desprotegidas en la práctica.
Pese a que el Estado ha dispuesto la atención de todos en el contexto del COVID-19, encontrarse en situación irregular o bajo un estatus migratorio precario puede llevar a que las personas no acudan a las autoridades. En la primera semana de junio, el 65% de nuestros entrevistados indicó que sentirían miedo, angustia o estrés en caso de necesitar asistencia médica. A todo eso se suma que muchos venezolanos no cuentan con familiares, amigos o conocidos que puedan ofrecerles mecanismos de apoyo, sea económico, en vivienda o en términos emocionales. Están solos y esto impacta en su salud mental. En abril, el 41% de nuestros entrevistados presentaba señales de ansiedad y el 29%, de depresión.
Para salvar vidas, el Gobierno Peruano arriesgó el colapso económico del país. Sin embargo, no incluyó a alrededor de un millón de personas migrantes y refugiados en programas de apoyo económico. Se han presentado casos de migrantes que quedaron excluidos de la entrega de alimentos y productos de primera necesidad (hasta el caso absurdo de llegar a denegarles mascarillas). El virus florece bajo condiciones de vulnerabilidad y no distingue por nacionalidad. Por ende, nosotros tampoco nos podemos dar el lujo de hacerlo. La nueva convivencia debe incluir a todos los residentes del Perú.
Nota del editor: Esta columna forma parte de una serie de artículos en la que distintos especialistas, invitados por el área de Opinión de El Comercio, reflexionan sobre cómo la cuarentena que hoy cumple 100 días ha impactado en diversos ámbitos de nuestra sociedad.