Se habla mucho del valor de los fracasos y de la importancia de ver en ellos una oportunidad para mejorar. Existen muchos testimonios de personas famosas en las que se resalta el valor de practicar una y otra vez, hasta lograr el objetivo, sin dejar espacio para el desánimo. En las redes se comenta lo que dijo Michael Jordan, un famoso jugador de la NBA: “He fallado más de 9.000 tiros en mi carrera. He perdido casi 300 juegos. Veintiséis veces han confiado en mí para tomar el tiro que ganaba el juego y lo he fallado. He fracasado una y otra vez en mi vida y eso es por lo que tengo éxito”.
Otro ejemplo es el del inventor de los focos incandescentes, Thomas Alva Edison, que antes de llegar al éxito pasó por miles de fracasos probando con distintos materiales para fabricar el filamento que durase lo suficiente como para hacer viables los focos en los hogares.
Sin embargo, cuando esta visión positiva del fracaso se lleva al terreno educativo se ciega repentinamente. Cada vez más se encuentran voces que se oponen a las evaluaciones y a las consecuencias de las bajas notas. Inclusive hay algunos teóricos de la educación que promueven la no repitencia, ni siquiera la posibilidad de salir con cursos de recuperación al final del año. Esto refleja un aspecto que es consecuencia de nuestra sociedad de cristal. Se quieren los beneficios que reporta la educación, pero sin el trabajo duro que implica el estudiar a fondo una materia.
Una de las características comunes en colegios donde los alumnos desarrollan sus competencias, adquieren conocimientos y obtienen buenos resultados, es la alta expectativa que tienen los profesores sobre el desempeño de sus alumnos. Si un educador deja de exigirles llevado por la pena de verlos esforzarse está cometiendo una gran injusticia, porque sin darse cuenta está fijando un límite a su desarrollo guiado por su sentimentalismo.
Hace algunos años, cuando un alumno no sabía lo que le enseñaban en clases, la atención se enfocaba en él. Los profesores se preguntaban si esos resultados eran consecuencia de dificultades de tipo intelectual, emocional, familiar, o si eran por falta de medios o de hábitos de trabajo. Ahora casi nadie se fija en esto, sino que, ante los malos resultados, las miradas se enfocan en el profesor. Si los habrá motivado, si preguntó algo que no enseñó.
Algunos llevados por un cierto romanticismo pedagógico piensan que el fracaso escolar es más del maestro que del alumno, y que de ser posible deberían desaparecer las evaluaciones o hacerlas tan fáciles que casi fuese imposible fallar.
No debemos perder de vista que el primer paso para mejorar es saber dónde estamos parados, y para esto hay que evaluar. Lo que va implícito en esta actitud es la valentía de afrontar la realidad para mejorar, y esta reflexión es fundamentalmente personal. Es decir, debe ser realizada por el alumno.
El estudio a fondo y la evaluación de lo aprendido son parte de la vida misma. En esta dinámica adquirimos un conocimiento propio, de virtudes y defectos, que nos hacen previsores y nos ayudan en otros aspectos de la vida pues nos hacen más conscientes de nuestros límites y de nuestras capacidades.
La pandemia ha dejado su huella a nivel cognitivo, social y emocional. En este retorno a clases tenemos que conocer el nivel en el que llegan nuestros alumnos y enseñarles a afrontar su vida escolar con espíritu deportivo. No en vano se dice que el deporte es una escuela de vida. El deportista se prepara con mucho esfuerzo y sacrificio, y luego se pone a prueba en la competencia. Las derrotas no lo aplastan, sino que le permiten mejorar.
Educar para la vida consiste en ayudarles a descubrir que la competencia es personal, porque consiste en esforzarse día a día por lograr la mejor versión de ellos mismos.