En una semana, quienes defendemos el derecho a una muerte digna hemos tenido dos victorias en la región. La primera, en el Perú, involucra la loable decisión del Poder Judicial de ratificar el derecho de María Benito, una mujer huancaína de 66 años con ELA, a rechazar el ventilador que la mantiene con vida y que la hace sufrir en demasía. Esto, que ya estaba contemplado en la ley, fue convalidado para ella y para cualquiera que reclame este derecho ante la arbitrariedad de quien pretenda negarlo. Es el segundo caso sobre muerte digna, seguido del histórico fallo de Ana Estrada.
“Hemos ganado”, le escribí a María, mi defendida. “Estoy en shock. Después de tanto sufrimiento, al fin podré descansar”, me respondió. La segunda victoria ocurrió en Ecuador con la sentencia de la Corte Constitucional de despenalizar la eutanasia bajo ciertos requisitos, a partir de la demanda presentada por Paola Roldán, una mujer quiteña de 42 años también con ELA.
María y Paola exigieron a sus respectivos estados un derecho básico: morir con dignidad. No pidieron ‘morir a secas’. Demandaron la libertad de hacerlo en sus términos. La muerte es un destino que nadie puede evitar. No se puede sortear, pero sí –felizmente– decidir cómo transitar a ella. Ambas exigieron su derecho de hacerlo sin sufrimiento. Pidieron vivir el epílogo de sus vidas con dignidad; que nadie más que ellas decidan por ellas y que deje el resto de suplantar su voluntad. De eso va la muerte digna. No es un derecho a morir, sino a cómo hacerlo: retirando una medida de soporte vital que es fútil para sanar, o accediendo a una eutanasia. Aunque algunos se crean inmortales, la vida es finita y en algún momento acabará. Cuando ese final se avecine, habrá quienes quieran esperar con pasividad hasta que alguna –como lo sostienen– deidad decida. Está bien, son dueños de sus vidas. Pero otros querrán tener la libertad de decidir ‘hasta aquí no más’. Y ni usted ni yo tenemos derecho a forzarlos a seguir viviendo una vida que no consideran más digna.
Para quienes, desde la ignorancia y la crueldad, se preguntan por qué involucrar al Estado para poner fin a la vida cuando seguir prolongándola es fuente de sufrimientos intolerables, sepan esto. Primero, en la mayoría de los estados, este ya interviene ilegítimamente con un poder punitivo que amenaza con cárcel a cualquiera que asista a otro a morir con dignidad. Segundo, porque hay personas que físicamente no pueden morir en paz por sí solas. María está completamente inmovilizada y solo se comunica con los ojos. Paola tampoco puede moverse. Pero tercero y más importante, porque es un derecho, no un capricho. No se trata de ‘morir por morir’; sino de no morir de forma cruel, degradante o violenta. Pareciera que de tanto estar expuestos mediáticamente a muertes violentas para muchos es inconcebible pensar en una que no lo sea.
Esta incomprensión y falta de empatía explica la indolencia de comentarios como los que tuvo el actual alcalde de Lima hacia Ana Estrada. También explica cómo después de estas victorias hay quienes con una insensibilidad inhumana y un morbo desbordado le increpen a María, Ana o a Paola, como si se tratara de un espectáculo en un circo romano: ¿Para cuándo? No entienden que el derecho conquistado no es a la muerte, sino a la libertad de decidir sobre ella. Y que esa decisión no le compete a nadie más que a ellas. Haría bien la opinión pública en dejar de escrutarla. Los reflectores, más bien, debieran alumbrar a cómo el Estado asegura una victoria judicial. Con Ana, tuvimos que esperar más de un año para que Essalud cumpla lo ordenado por la justicia. Con María, Essalud aún ni se pronuncia y todavía no se comunica con ella. ¿Le verán “los cinco pies al gato”, como me dice María? Quiero pensar que no. Essalud solo necesita designar a un médico no objetor; uno que entienda que de qué va la muerte digna.
*La autora es abogada de María Benito y de Ana Estrada.
Este texto fue publicado originalmente el 12 de febrero del 2024.