El ingreso de Mario Vargas Llosa a la Académie Française y la lectura de su discurso de entrada el próximo 9 de febrero está siendo ampliamente destacado, sobre todo, por la excepcionalidad de ser el primer latinoamericano al que se le brinda semejante honor. Obviamente es un motivo de orgullo para todo hispanohablante.
Sin embargo, cuando revisamos la obra de Vargas Llosa, desde sus inicios hasta fechas recientes, vemos que la cultura francesa –su historia, su pensamiento, su literatura, su lengua– ha marcado gran parte de su derrotero intelectual y creativo. Si hasta hace muy poco su inmortalidad creadora ya estaba garantizada con el recibimiento del Premio Nobel de Literatura y posteriormente con su inclusión en la prestigiosa colección “La Pléiade”, de la editorial Gallimard, ocupar el sillón 18 y ser uno de los “inmortales” es una maravillosa y natural consecuencia.
Pensar en Francia y Vargas Llosa activa una amplia y rica sucesión de imágenes y recuerdos. Al leer sus memorias (“El pez en el agua”) nos enteramos de su temprano interés por tomar clases de francés en la Alianza Francesa. Nos ofrece una cálida remembranza de su profesora madame Del Solar. También podemos establecer una particular conexión con la cultura francesa y nuestro autor, si recordamos que el poeta César Moro, gran francófono, fue su maestro en el colegio militar Leoncio Prado.
Quizás no fue un estímulo inmediato, pero nada es azaroso en esta vida. Su entorno cultural, desde los años 50, privilegiaba la lengua francesa y no podemos negar la impronta gala en nuestras letras, sobre todo en poesía.
En aquellos tempranos años de juventud, pero ya de amplia y rápida madurez creativa en Vargas Llosa, tradujo “Un coeur sous une soutane” de Arthur Rimbaud. La traducción literaria, en el caso de los creadores, sabemos que es un notable ejercicio de lenguaje. En este caso, el diálogo entre esta lengua francesa, la de Rimbaud, y el español de Vargas Llosa aportó en la prosa de este último, no en imágenes, sino en fluidez y ritmo.
No perdamos de vista que, apenas pudo, Mario Vargas Llosa se instaló en París. Imaginen las siguientes circunstancias: escribir “La ciudad y los perros” en esta ciudad, entre cuatro paredes de una habitación pequeña y el resto del día estar en medio de estas calles parisinas, en múltiples labores para el ganapán, pero respirando su cultura. Sin Francia y su lengua, esta novela no tendría el mismo ritmo.
Pero no fue solamente nutrirse de esta cultura, también fue analizarla, discutirla, desmenuzar su lengua y compartirla con el resto de los hispanohablantes que hemos leído sus ensayos y artículos. Sin estos textos de Vargas Llosa, no podemos leer igual a Victor Hugo, Gustave Flaubert, ni a Jean-Paul Sartre o Albert Camus, por solo mencionar a los autores pilares en la obra vargasllosiana.
Ver a Mario Vargas Llosa sentado en el sillón 18, en la Academia Francesa, puede que sea igual que verlo sentado en un sillón de su casa. La Academia Francesa está en él. Y hace que nuestra lengua sea más rica e inmortal.