Mario Vargas Llosa será incorporado próximamente a la Academia Francesa de la Lengua, en solemne ceremonia a la que acudirá el presidente de Francia, Emmanuel Macron. Nunca antes la Académie Française había admitido en su seno a una personalidad cuyas obras originales no hubiesen sido escritas en la lengua de Rimbaud y Baudelaire. Así, la Academia acoge a Vargas Llosa haciendo trizas una tradición ideada por el cardenal Richelieu y que se remonta a 1635.
Sería redundante repasar las razones por las que Vargas Llosa ha ingresado al olimpo de las letras francesas. Algún motivo habrán tenido los 18 académicos que en primera vuelta votaron abrumadoramente en su favor y que llegaron a la misma conclusión de otras tantas “due dilligences” acometidas, sea por la Academia del Nobel y la Real Academia Española, o jurados como el Cervantes y el Príncipe de Asturias.
Baste añadir que la novelística realista de Vargas Llosa se emparenta en ambición, alcance y amplitud con la de Honoré de Balzac; que su ensayo sobre Gustave Flaubert es el mejor análisis jamás escrito acerca de “Madame Bovary”; y que, al descifrar los códigos de “Les Miserables”, la monumental novela de Victor Hugo, Vargas Llosa logró en “La tentación de lo imposible” una obra maestra.
No es casualidad que los escritos de Vargas Llosa integren la prestigiosa colección Pléiade de la editorial francesa Gallimard, junto a gigantes como Tolstói, Balzac, Zola, Proust y Rimbaud.
Pero, al decir de Francisco de Quevedo, como “la envidia es flaca y amarilla porque muerde y no come”, cinco profesores universitarios, presumiblemente de nacionalidad francesa, no han tenido mejor ocurrencia que publicar en el diario “Libération” un virulento libelo expresando su rechazo a la incorporación de Vargas Llosa a la Academia.
Arguyen que Vargas Llosa ha adoptado “posiciones políticas cercanas a la extrema derecha”. Les irrita que Vargas Llosa sea un luchador por la democracia y la libertad de expresión, que combata dictaduras tropicales, que sea un esclarecido crítico de Evo Morales y López Obrador, y que en España denuncie a los arcaicos nacionalismos catalán y vasco.
Al enterarse de lo publicado en “Libération”, Vargas Llosa debe haberse sentido como Gulliver, el personaje de Jonathan Swift quien, tras sobrevivir a un naufragio, despierta y descubre que unos diminutos hombrecillos del tamaño de su meñique pretenden sujetarlo mientras lo amenazan con microscópicos arcos y flechas.
El sambenito de “extrema derecha” que los habitantes de Liliput esgrimen contra Vargas Llosa es una muestra de la corrupción del lenguaje; una devaluación y banalización tanto de la palabra como de la cultura. Semejante sambenito debe provocar en Vargas Llosa las mismas cosquillas que las flechas lanzadas por los liliputienses en la piel de Gulliver. Sin embargo, el tema de fondo es que lo publicado en “Libération” prueba que el estalinismo es un terco dinosaurio que rehúsa extinguirse.
Es el estalinismo que subordina el talento artístico o cualquier expresión del alma o del espíritu, a los ucases del mandón de turno: los Tito, los Honecker, los Ceaucescu y los Brezhnev, los Castro o los Maduro. Es el estalinismo que reprime la libertad de expresión a punta de policías secretas y en medio del aplauso de las ‘intelligentzias’ de alquiler. Es la entraña de las purgas infames que condenaba a intelectuales y científicos, como Sajarov e Ionesco, como Siniavski y Djilas, o como el gran Solzhenitsyn, al ostracismo o al Gulag. Es la que escarnecía al cubano Heberto Padilla y la que arrojó a una inmunda mazmorra al poeta Armando Valladares acusándolo de “conducta impropia”.
Para ese estalinismo de oscuros manifiestos, lo sublime de las letras bien escritas nada cuenta, nada vale, si quien las escribe pertenece al bando contrario.
Hace once años, Vargas Llosa prometió: “¡No permitiré que el Nobel me convierta en una estatua!”. Ha cumplido su palabra. No se ha puesto de perfil ni se ha refugiado en la cómoda pontificación perogrullesca. Ha seguido escribiendo, hablando y debatiendo con la misma convicción, rebeldía y patriotismo de sus primeros años.
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