La movilidad humana en América Latina parece encapsulada en varias crisis humanitarias. Son crisis humanitarias que obligan a personas a abandonar sus hogares, y son crisis humanitarias que se generan por la falta de cooperación entre países receptores. Veamos dos ejemplos:
En el sur, en la “tierra de nadie” entre el Perú y Chile, cientos de personas refugiadas y migrantes, incluyendo mujeres embarazadas, niños y adultos mayores, se encuentran varadas a la intemperie con poco acceso a alimentos, agua y asistencia sanitaria y, además, están en medio de las condiciones climáticas extremas propias de dicha zona fronteriza. Las autoridades peruanas no les permiten ingresar debido a que muchos no cuentan con los documentos requeridos y las autoridades chilenas tampoco las reciben de vuelta. La mayoría de estas personas son venezolanos que buscan regresar a su país, pero también hay colombianos, haitianos y hasta peruanos que no logran volver a casa. Ante la desesperación, se han presentado enfrentamientos, bloqueos de carreteras y agresiones contra las fuerzas policiales.
Hacia el norte, entre Colombia y Panamá, miles de migrantes de Sudamérica, el Caribe, África e incluso Asia, arriesgan sus vidas atravesando el infierno de la selva del Darién por falta de visas o recursos económicos para llegar directamente a Centroamérica: balanceándose por trochas empinadas, soportando temperaturas de más de 36 grados, enfrentando ríos embravecidos, animales salvajes y organizaciones delictivas que los extorsionan, violan y matan. El riesgo de perder la vida es tan alto que esta zona ha sido descrita por la prensa internacional como la trocha que se convierte en cementerio.
Mientras el flujo por la selva del Darién está incrementado, lo que cambia son las nacionalidades de las personas que la cruzan. Según el Servicio Nacional de Migración de Panamá, 24.600 personas ingresaron a dicho país por el Darién en enero del 2023, lo que implica un aumento del 500% en comparación con el año anterior. En el 2021 fueron sobre todo ciudadanos haitianos; en el 2022, ciudadanos venezolanos; y este año se suman a las personas venezolanas miles de ciudadanos ecuatorianos que se arriesgan a cruzar dicha frontera para avanzar hacia territorio estadounidense. Estas situaciones no solamente rompen el corazón, sino que también exponen la necesidad de acciones multilaterales por parte de los estados latinoamericanos.
La respuesta habitual a las crisis migratorias ha sido actuar de manera aislada, evolucionando de respuestas –en su mayoría ejecutivas– inicialmente benevolentes hacia políticas nacionalistas y ‘seguritistas’ (de seguridad nacional). Frente al desplazamiento venezolano se han impuesto sobre todo permisos nacionales de corta duración y sedicentes visas humanitarias que implican requisitos imposibles de cumplir para la gran mayoría de los supuestos beneficiarios. La falta de cooperación y la ‘securitización’ de las políticas migratorias que ha culminado en la militarización de fronteras han generado un inmenso sufrimiento humano y la pérdida de control en las zonas fronterizas. Los flujos migratorios siguen por vías irregulares, por las trochas y selvas, empoderando a los traficantes de migrantes y aumentado las tasas de mortalidad migrante.
A la vez, los estados ven afectadas sus relaciones bilaterales, tal y como ocurrió entre el Perú y Chile cuando el alcalde de Tacna tildó de “irresponsable” al presidente chileno Gabriel Boric y dio a entender que él estaba trasladando sus problemas al Perú. En lugar de generar tensiones como esta, los representantes políticos deben centrarse en resolver el desafío común. Incluso en países que han desarrollado políticas sostenibles −como Colombia con la creación del Estatuto de Protección Temporal que brinda un estatus migratorio regular por 10 años− la cooperación con los vecinos sigue siendo esencial, ya que los flujos migratorios se desplazan a lo largo de toda la región. Las acciones nacionales, incluso cuando son buenas, no son suficientes.
La respuesta a los flujos migratorios en la región tiene que ser coordinada y de largo plazo. En la frontera sur, una medida de emergencia sería crear un corredor humanitario para evitar que las personas que quieran volver a Venezuela sean victimizadas en el camino. Para ello, se requiere una coordinación que va más allá del Perú y Chile, pues la ruta segura debe incluir también a Ecuador y Colombia, y requiere la anuencia del Gobierno Venezolano para que reciba a sus connacionales. Los estados involucrados podrían contar con el respaldo humanitario, técnico y financiero de organismos internacionales como la OIM y Acnur. Sin embargo, es necesario recordar que esto no constituye una solución de largo plazo.
El desplazamiento venezolano seguirá y otros flujos migratorios a través de la región están emergiendo. Quizás pronto serán los peruanos. Ya es hora de que los estados trabajen juntos en la creación de políticas migratorias regionales coordinadas que brinden soluciones a largo plazo estableciendo vías de movilidad humana regulares, procesos de regularización accesibles e integración socioeconómica duradera. Un primer paso debe ser fortalecer los diálogos en foros de cooperación regional como la Comunidad Andina de Naciones (CAN) y la Conferencia Suramericana sobre Migraciones (CSM). No obstante, dado su carácter no vinculante y las democracias presidenciales en la región, es urgente que los gobiernos latinoamericanos alcancen acuerdos vinculantes entre ellos. De otra manera, continuaremos con esfuerzos aislados para un desafío que atraviesa fronteras.