A más de dos años del derrame de petróleo frente al mar de Ventanilla, hace unas semanas se perpetró un atentado contra otro cuerpo de agua, esta vez en Pallasca (Áncash), donde relaves provenientes de una mina supuestamente inactiva, ubicada en el distrito de Pampas, habrían sido vertidos irresponsablemente sobre un afluente del río Santa. Los proyectos hidroenergéticos de Chavimochic y Chinecas que de él se alimentan debieron cerrar sus sistemas de captación acuífera como medida preventiva, lo que resultó pertinente, pues el Gobierno Regional de Áncash acaba de confirmar la presencia de hierro, arsénico y manganeso en las aguas del Santa, lo que las hace no aptas para el consumo humano.
Mientras se identifica a los autores de esta agresión ambiental, el caso nos recuerda la lastimosa relación existente entre cierto tipo de práctica minera (la ilegal, pero a veces también la informal) y los ecosistemas de nuestro país, sobre los que se actúa como si no tuvieran ningún valor y solo fueran un obstáculo para el negocio, junto con las poblaciones que ancestralmente han crecido bajo su sombra. Están hartamente documentados los espantosos impactos de las actividades extractivas sobre bosques, ríos y demás ecosistemas, pero también sobre grupos humanos.
De acuerdo con un informe de la Fundación para la Conservación y el Desarrollo Sostenible del 2023, dicha actividad ilícita hace de las suyas en 32 distritos de las regiones de Loreto, Amazonas, San Martín, Huánuco y Madre de Dios. En los ecosistemas andinos, uno de los espacios en los que peligrosamente prolifera esta modalidad extractiva es Pataz, donde las mineras formales han sido violentadas por delincuentes. Pero la falta de escrúpulos ambientales, la evasión fiscal, el lavado de activos, la corrupción y el uso de grupos armados no son los únicos rasgos típicos de la minería ilegal. Esta también es un potencial gatillador de riesgos y desastres. Allí están las frecuentes muertes de trabajadores por socavones mal abiertos que se desmoronan o viviendas que se construyen sobre suelos inestables en el entorno de yacimientos informales.
En cuanto a la contaminación acuífera, aunque es cierto que esta no se produce solo por actividades mineras o petroleras, su uso doméstico e industrial es otro factor degradante. La realidad es que manejamos una pobre visión del agua en el país: la vemos y usamos como cloacas donde da lo mismo arrojar desperdicios plásticos o vertimientos tóxicos. El lago Titicaca o el Junín, ríos como el Yauli o el Rímac, históricamente degradados, son clamorosas expresiones de que el agua que tanto se reclama en tiempos de sequía puede maltratarse y despreciarse impunemente. Si bien las autoridades de Áncash y del Gobierno Central se han comprometido a remediar lo sucedido en el río Santa, no hay garantía de que los responsables sean identificados y castigados. No sería la primera vez ni la última que un delito ambiental queda impune.
Pareciera que la minería ilegal se está convirtiendo más en la norma que en la excepción, y que las narrativas que aspiran a formalizarla no son más que una mera decepción.