Felipe Ortiz de Zevallos

Hay números simbólicos en la Biblia; el 70 es uno de ellos. Cuando Jesús le responde a Pedro que debe perdonar “setenta veces siete”, le indicaba que debía hacerlo de manera reiterada, hasta el final, no necesariamente 490 veces. Y en el Salmo 90:10, que Moisés habría escrito hace tres milenios, leemos: “Los días de nuestra edad son setenta años o, en los más robustos, ochenta años”. Moisés, según el registro bíblico, logró superar esa edad.

Hasta entrado el siglo XX, la esperanza de vida al nacer apenas superaba los 35; no eran tantos los privilegiados que alcanzaban el punto de inflexión de los 70 años. En 1905, al cumplir esa edad, Mark Twain fue homenajeado con un concurrido banquete en el Delmonico’s de Nueva York. En su chispeante discurso de agradecimiento al brindis precisó: “he alcanzado esta edad de la manera usual: siguiendo un esquema de vida que habría matado a cualquier otro”. Reiteró esa noche su pasión por los cigarros que posiblemente fuera uno de los motivos del infarto que, pocos años después, acabó con su azarosa vida.

Desde la cuna a la tumba, son varias las etapas en la existencia de cualquier hombre. Y, posiblemente, la clasificación para las mujeres sea una más compleja y sutil. En el siglo XVII, a través del monólogo de un melancólico personaje en una de sus comedias, William Shakespeare perfila y describe las características de hasta siete edades en la vida de alguien de su época.

En el siglo XX, el psicoanálisis contribuyó a las características fisiológicas de cada edad y a su quehacer usual con su interpretación sobre el devenir mental y ayudó a identificar los conflictos y las dificultades presentes en cada etapa de la vida. Por entonces, se asumía que la –rebautizada eufemísticamente luego como adultez tardía o juventud acumulada– se iniciaba a los 65 años. Fue a esa edad, por ejemplo, que Jorge Luis Borges escribió su poema “Límites”, donde reflexiona sobre el tiempo y la : ¿Habrá libros que ya no leeré? ¿Cuándo recorreré esta calle por última vez? ¿Qué puertas ya no llegaré a abrir?.

Al alcanzar el tiempo de los descuentos, uno enfrenta –según Erik Erikson– una disyuntiva crítica: lograr una integridad espiritual esencial, o caer en un estado de eventual desesperanza, depresión o, incluso peor, resentimiento. En tal sentido, el psicoanalista germano-estadounidense señalaba que la sabiduría constituía el valor crítico para asegurar lo primero.

En las etapas previas de la juventud y la adultez, el ego –incluso cuando viene algo inflado– contribuye a la creación, a la competencia, al compromiso, al desarrollo personal y profesional, a correr esforzadamente las diversas olas que se presentan, a aprender de los errores y a superar los fracasos, al buen éxito en funciones ejecutivas y directivas. Pero en la vejez, –cuando lo que se pretende es asumir una autenticidad integral y plena, tener una perspectiva más amplia y universal de las cosas y volver hospitalaria y amable la soledad con uno mismo– el ego puede terminar siendo un pesado obstáculo. No por nada Marguerite Yourcenar sostuvo que deambular finalmente libre de máscaras constituía una de las raras ventajas de la vejez y el verso de Antonio Machado se refiere a hacerle frente a la muerte “ligero de equipaje”.

En los próximos años, la medicina podría lograr una transformación exponencial. La convergencia tecnológica –entre inteligencia artificial, robótica, sensores de última generación, terapias génicas avanzadas, la secuenciación del genoma y el uso más intensivo de la telemedicina– contribuirá probablemente a estirar en algunos lustros la vida útil de los seres humanos. Para el genetista David Sinclair de la Universidad de Harvard, la vejez constituiría un proceso posible de retrasar, incluso de revertir.

En cualquier caso, el mantra ideal durante esta última etapa de la vida podría ser aquella célebre frase que el gran Miguel Ángel habría pronunciado a los 87 años, poco antes de morir: Ancora imparo; es tiempo de seguir aprendiendo.

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