José Ugaz

Todo proceso penal implica una relación dinámica entre las diversas partes que intervienen en él, para lo cual se deben respetar algunas reglas básicas y proteger los derechos de los imputados y las víctimas consagrados en la Constitución y las leyes. Esas reglas son las denominadas garantías del debido proceso legal. Una de esas garantías es el derecho a la defensa, que lo que busca es asegurar que las partes cuenten con la debida asistencia técnico-legal y que se establezca un equilibrio entre los actores a fin de que cuenten con “igualdad de armas” al momento de ejercer la acusación y defensa, respectivamente.

La víctima o agraviado de un delito (quien sufre el daño ocasionado por el ilícito) tiene el derecho a participar activamente en el proceso ofreciendo medios de investigación y prueba, impugnando decisiones y solicitando la reparación del daño causado, para lo cual el Código Procesal Penal, cumplidos ciertos requisitos, le asigna la calidad de “actor civil”.

Cuando el agraviado es el Estado, su abogado –es decir, quien lo representará profesionalmente para perseguir la reparación del perjuicio sufrido– es un defensor al que se llama público y que, en su condición de funcionario público, forma parte del sistema de defensa jurídica del Estado.

¿Cuál es la relevancia del procurador público en el contexto del proceso penal? Pues la misma que tienen todos los abogados que intervienen en él. Por lo tanto, goza de las mismas prerrogativas que cualquier defensor técnico: por un lado, coadyuva a la labor de la fiscalía aportando elementos de convicción que permitan esclarecer el delito y establecer la responsabilidad del imputado; por el otro, persigue que, a la par que se sanciona al culpable, se establezca un monto que indemnice el daño causado por el delito.

No es poca cosa. Por ello existe una ley que consagra la (D. Leg. 1326) y asegura la calidad técnica de sus integrantes y los parámetros de su actuación. Un principio rector de la defensa del Estado es la autonomía funcional para “ejercer sus funciones libre de influencia e injerencias” (art. 6), lo que quiere decir que los procuradores gozan de plena independencia en el ejercicio de su labor. Para que eso sea así en la realidad, la ley dispone que el procurador general y los miembros del Consejo Directivo solo puedan ser removidos por “falta grave debidamente comprobada y fundamentada, previa investigación”, en la que tienen 15 días para presentar sus descargos.

En los casos de corrupción, en la medida en que se afecta la administración pública, el agraviado siempre es el Estado. Es por esta razón que la independencia de los procuradores resulta clave, más aún si quienes son investigados y procesados son, por lo general, otros funcionarios públicos. Sin la autonomía funcional, se mediatizaría el trabajo de los procuradores, pues los altos funcionarios del Estado sospechosos de corrupción podrían interferir en su labor imponiendo su jerarquía.

Por eso es tan grave lo ocurrido con el ahora exprocurador general del Estado, Daniel Soria. Un ministro metido a defensor de oficio, en complicidad con el abogado del presidente, lo destituyó arbitrariamente, sin proceso legal de por medio y alegando una inexistente pérdida de confianza, hecho que no puede ser causal de remoción. Más grave aún, quien firmó la destitución de Soria, que acababa de impulsar una denuncia contra el presidente Castillo, fue el propio denunciado, paradoja que raya en el absurdo y evidencia lo grosero de la medida. El mundo al revés: el investigado decidiendo a quién no quiere tener al frente porque lo considera peligroso en la búsqueda de su condena. No se enteraron de que la procuraduría defiende al Estado y no al Gobierno.

Para completar la caricatura, los destituyentes han designado a una señora que carece de un mínimo de merecimientos meritocráticos exigidos por ley. Ahora que son caseros del sistema penal, buscan asegurarse un espacio de impunidad, al menos desde la procuraduría. Pruebas al canto: ¿alguien sabe cómo se llama la nueva procuradora general del Estado? Si la han visto alguna vez, por favor avisen a la División de Investigación y Búsqueda de Personas Desaparecidas de la Policía. El escandaloso ruido que hace su silencio, y su falta de presencia en los casos emblemáticos de corrupción en el poder, son más que elocuentes.

Mientras el Gobierno se desgaja entre acusaciones de corrupción en puestos claves del Ejecutivo, incluida la presidencia, la señora calla en siete idiomas. Ni da la talla, ni da la cara.

El Estado no tiene quién lo defienda. Peor aún, los corruptos han tomado por asalto la procuraduría, la han infiltrado. Fieles a su decisión de saturar el aparto estatal con el cuoteo político y en su afán de garantizarse impunidad, convencidos en su lógica tribal de que ahora es su turno de comer, han promovido a ciertos burócratas serviles que han hecho de la obsecuencia su principio rector, prestos al blindaje rápido y franelero. En lugar de contar con abogados probos, eficientes y corajudos que persigan el delito y apoyen a la fiscalía en la búsqueda de la verdad, optan por la inacción y se refugian en formalismos para promover el enredo burocrático de las investigaciones. Se vuelven los dóberman del régimen, a la caza de quienes cumplen con su deber y actúan con probidad.

Qué lejos están los tiempos cuando la procuraduría se constituyó en la esperanza ciudadana de atajo a la ofensiva corrupta de los criminales en el poder. A punta de esfuerzo y transparencia se ganó una legitimidad que hoy este Gobierno ha decidido sepultar. Pero vendrán tiempos mejores, y cuando ello ocurra, los cómplices de la impunidad tomarán asiento en el banquillo de los acusados y habrá en el estrado un procurador ejerciendo su función con autonomía y capacidad, le duela a quien le duela.

José Ugaz es abogado