He estado en la televisión cubana dos veces en mi vida. En la primera era un niño de 10 años que estrechaba la mano de Fidel Castro. En la segunda, hace apenas unos días, era descrito por los informes de televisión como alguien “abiertamente hostil hacia Cuba”.
Recientemente había volado a Cuba desde Nueva York para informar sobre el Movimiento San Isidro, formado por artistas y activistas que presionan al gobierno para expandir la libertad política y artística, y la democracia. El grupo, que surgió en el 2018, ha sido un blanco frecuente de represión.
El mes pasado, el rapero Denis Solís, un miembro del grupo, fue arrestado y sentenciado a ocho meses de prisión por “desacato”. En respuesta, los manifestantes se reunieron frente a la sede del movimiento en La Habana y varios de sus miembros iniciaron una huelga de hambre que alarmó a las autoridades.
Los agentes de la policía disolvieron la protesta el 26 de noviembre. Su pretexto fue prevenir la propagación del coronavirus. Los que estábamos en la sede, incluyéndome, fuimos detenidos e interrogados. Cuando nos liberaron, había agentes de policía apostados frente a nuestras casas.
El incidente provocó mi regreso triunfal a la televisión.
Un compañero de colegio, Lázaro Manuel Alonso, fue el conductor de uno de los programas de televisión en los que el Movimiento San Isidro y yo fuimos vilipendiados. La traición de Alonso es característica de las culturas totalitarias. La tarea de mentir conscientemente es quizás el papel más desagradable que se puede jugar en el teatro ideológico cubano.
Pero mantener el silencio de los cubanos a toda costa es un lujo que un régimen como el nuestro ya no puede permitirse durante una crisis económica agravada por la pandemia.
Verme difamado en la televisión me recordó mi infancia. Como todos los cubanos, una vez fui un “pionero”, como se llama a los niños patriotas, y mis vecinos me miraban con orgullo porque Castro me había saludado. Ahora el régimen me ha asignado el papel de enemigo de Cuba.
En cierto modo, lo que hizo el gobierno en el noticiero fue una mera formalidad. La vida en este país es como tener siempre un guijarro en el zapato, o como usar anteojos de graduación incorrecta y manchados. A los 30 años, siempre estoy molesto.
Lo que personifica el Movimiento San Isidro es el grito de un país herido. El movimiento se ha convertido en el grupo más representativo de la sociedad civil nacional, pues reúne a cubanos de diferentes clases sociales, razas, creencias ideológicas y generaciones, tanto de la comunidad exiliada como de la isla.
La resistencia del grupo ha durado varios años y nadie ha podido silenciar a sus miembros. Tampoco parece que el grupo haya soportado en vano esta represión más reciente. Al día siguiente de nuestra salida de la sede, cientos de jóvenes y artistas se reunieron frente al Ministerio de Cultura para exigir el pleno reconocimiento de los espacios culturales independientes y el fin de la censura ideológica en el arte.
Luego de horas de espera, 30 artistas presentaron las demandas de los manifestantes allí reunidos a los funcionarios. Lo que sucedió a continuación era predecible: los que estaban en el poder se negaron a cumplir con los puntos principales del acuerdo verbal que acababan de alcanzar.
El hostigamiento se ha intensificado, al igual que el continuo descrédito de los miembros del movimiento en la prensa y el lenguaje beligerante de funcionarios como Bruno Rodríguez, el canciller. Sin embargo, el régimen cubano ya no parece tan insensible a las críticas. Aunque no deberíamos esperar nada del gobierno a corto plazo, hay señales positivas. Es decir, algunos jóvenes fueron tratados como ciudadanos durante unas horas, y un ministerio abrió sus puertas a algunos de los mismos artistas que el gobierno había difamado y perseguido durante años.
Estos pasos, aunque pequeños, deberían conducir a una conversación nacional, y no solo con un actor secundario como un ministro. Debemos exigir una conversación directa con el presidente de Cuba, Miguel Díaz-Canel.
Mi momento en la televisión nacional pasará, pero algo debe resultar de nuestra lucha.
–Glosado y editado–
© The New York Times
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