Aumentar la recaudación tributaria ha sido el objetivo de casi todo ministro de Economía y Finanzas. Hoy, Pedro Francke enfrenta el mismo problema. Nos dice que nuestros ingresos fiscales son los más bajos de América Latina y la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), pero solo un poco inferiores a nuestros socios comerciales, Chile y México. La sorpresa es que hemos tenido cuatro reformas tributarias desde el 2001 y los ingresos tributarios hasta el 2020 promediaron el 15,2% del PBI. No deja de preocupar que tanto esfuerzo no haya resultado en mucho más.
La propuesta de facultades legislativas del Ejecutivo se concentra en subir las tasas y aumentar el cumplimiento. Propone un nuevo impuesto a los ricos, aumentar los impuestos a la minería y equilibrar las tasas impositivas al trabajo y al capital. Hasta aquí todo parece justificable. Sin embargo, más allá de las consideraciones de equidad con las que todos podríamos estar de acuerdo, uno se pregunta si es posible.
Propone introducir una nueva escala tributaria del impuesto a la renta (IR) para los más ricos que, presumimos, será del 35%. Y esta es nuestra primera preocupación. ¿Introducir una tasa a los ricos más alta de la que pagan sus empresas no inducirá a una mayor evasión? ¿Acaso la gran mayoría de nuestras empresas no son familiares y se confunde el ingreso personal con el empresarial? No es, pues, sorpresa que de cada sol que debemos recaudar del impuesto personal solo obtengamos 50 centavos. También es claro que la gran recaudación proviene por el IR de empresas y solo algunos funcionarios bien remunerados pagarán este nuevo impuesto.
El problema del IR es que la gran mayoría de los peruanos no tributa. Un contribuyente tiene deducciones equivalentes a US$11.000 por año y nuestro ingreso per cápita en el 2020, según el Banco Mundial, llegó a US$6.129. En conclusión, el 90% de las personas están excluidas de pagar impuestos.
Ahora pasemos a la propuesta de aumentar los impuestos a la minería. Lamentablemente, las facultades no explican exactamente qué cambiarían. Muchos colegas lo han explicado muy bien y nuestro impuesto funciona como un tributo cuya tasa va aumentando conforme se incrementan las utilidades y, en promedio, llega al 50%. Diseñado de esta forma, parece muy adecuado para una actividad que se beneficia de la renta de explotación cuando los precios aumentan. No me queda la menor duda de que es perfectible, pero uno se pregunta: si el impuesto ya captura los beneficios de la extracción y renta, ¿cuánto más se podría recaudar?
Finalmente, vamos al más controvertido: la idea de capturar las rentas de alquiler y las ganancias de capital (hay que precisar que no es correcto decir que el capital paga menos que un trabajador, porque un empresario paga un 29,5% del IR en la empresa más un 5% de dividendos). Como lo pone el Ministerio de Economía y Finanzas (MEF), pareciera una gran injusticia que el impuesto al trabajo pague una mayor tasa que las rentas de alquiler y las ganancias de capital de las ventas de casas. Pero quizá deberíamos verlo desde otro ángulo. En el Perú, se construyen, según nuestros cálculos, alrededor de 200.000 casas por año, de las cuales solo 17.500 son formales y pueden conseguir una hipoteca. La gran mayoría de las casas son informales, autoconstrucciones, muchas de ellas en terrenos invadidos, en los cerros y en las laderas de los ríos. Esas mismas casas a las que no llega gas natural, agua potable, pistas, transporte público y –menos– seguridad. ¿No es acaso un propósito de nuestra política pública construir casas con todos sus servicios? Viéndolo así, subir el impuesto solo arriesga a generar más informalidad y menor bienestar.
Entonces, ¿dónde está el nudo tributario? La data es muy clara: en el incumplimiento tributario, que el MEF calcula en el 9,5% del PBI para el 2019, y en las exoneraciones, que llegaron al 2,2%. Es decir, 11,7 puntos del PBI se nos escapan. Contrario a lo que dicen el MEF y la Sunat, el incumplimiento ha venido en aumento. A esto hay que añadirle que parece casi una obsesión que cada nueva actividad necesite su incentivo tributario. Recuerdo cuando iniciamos la digitalización de la Sunat en el 2016 y la visité por primera vez. Les pregunté si las computadoras de los fiscalizadores estaban conectadas mediante un servidor y si compartían la data. Mi sorpresa es que no lo estaban y que cada fiscalizador era independiente. Casi salté hasta el techo. Hoy, casi el 90% de los medios de pago están digitalizados.
Pero la idea no era digitalizar por digitalizar, sino porque queríamos implementar un sistema de Big Data desde una nube y contactamos a Google y otros proveedores. Hoy, la Sunat debería ser un centro de alta tecnología con expertos en cibernética e inteligencia artificial que puedan manipular miles de bases de datos. Es sorprendente, pero todos esos evasores dejan sus rastros en sus redes sociales o en su actividad diaria y hoy se pueden capturar. La Sunat tiene que dejar atrás ese sistema rudimentario de supervisores discrecionales que van de empresa en empresa. Cuando les pregunté cuántas empresas podíamos fiscalizar, me dijeron que no más de 100.
Para ayudar a la Sunat, necesitamos un sistema tributario más simple, con pocos impuestos, y no uno lleno de exoneraciones y excepciones que hace que las tecnologías de la información se paralicen. Muchos empresarios nos dirán que, sin estos beneficios, no podrán surgir, pero no es tarea de la autoridad definir la rentabilidad empresarial. La gran mayoría de estudios de productividad nos dicen que esta surge de la libre movilidad de capital y trabajo e investigación en conocimiento, y estos beneficios tributarios no hacen otra cosa que impedir esta necesaria movilidad y nos impiden alcanzar el ansiado aumento de productividad y bienestar.
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