La tarde del 9 de diciembre del 2018, cuando llegaron los resultados electorales, Martín Vizcarra había vencido. Más del 85% de los peruanos apoyaron la conformación de la Junta Nacional de Justicia (JNJ), regular el financiamiento de las organizaciones políticas y prohibir la reelección inmediata de los parlamentarios. Con el apoyo de las urnas, Vizcarra logró contener a un Parlamento que, liderado por el fujimorismo, había forzado la renuncia de un presidente y echado a varios ministros. El garrote había dado resultado.
PARA SUSCRIPTORES: La política adolescente, por María Alejandra Campos
El referéndum tuvo consecuencias tangibles en la configuración del Congreso. La bancada fujimorista se consumía en enfrentamientos internos en medio de los apuros judiciales de Keiko Fujimori y el posicionamiento del nuevo presidente de la República. El 33% de personas encuestadas por Ipsos a nivel nacional manifestó que había votado en el referéndum para mostrar su apoyo a Vizcarra y un 25% dijo que lo hizo principalmente para “expresar rechazo a los congresistas de oposición”. Antes del inicio del período de sesiones 2019-2020, la bancada de Fuerza Popular había perdido 22 integrantes y el control del Consejo Directivo del Congreso.
Luego de un año extenuante desde el cierre del Congreso anterior, una pandemia a cuestas que ha cobrado la vida de más de 30 mil peruanos y un nuevo intento de vacancia presidencial, recordar esto parece un ejercicio de historia antigua; pero ese breve período inmediato al referéndum es de crucial importancia para comprender el embrollo en el que nos encontramos. Era una coyuntura en la que los actores se estaban reconfigurando en el Parlamento luego del garrotazo y, por lo tanto, era el momento para la zanahoria. Pero esta nunca fue ofrecida por el Ejecutivo.
No quiero insinuar que el Gobierno debió negociar principios, o aspectos fundamentales de la reforma política. Lo que quiero decir es que la democracia está basada en la colaboración de los actores que conforman el sistema y la posibilidad de establecer alianzas que permitan la gobernabilidad. Es una de las bases del funcionamiento del Gobierno divido. Durante la primera mitad del 2019, mientras la bancada fujimorista hacía agua, pudo conformarse una coalición en el Congreso que le diese holgura al Gobierno, pero sucedió lo contrario: Rosa Bartra tomó el comando del fujimorismo parlamentario y reorganizó sus fuerzas. La elección de Pedro Olaechea como presidente del Congreso marcó el cierre de esta oportunidad perdida.
¿Por qué el presidente no buscó construir una mínima coalición parlamentaria? Vizcarra leyó bien el ánimo de la ciudadanía luego de dos años de diatribas entre el Ejecutivo y el Legislativo, y logró poner a este último contra las cuerdas, algo que Pedro Pablo Kuczynski no supo hacer. Y triunfó. Pero fracasó en garantizar la gobernabilidad futura. Los momentos de mayor estabilidad han sido pasajeros: el verano del 2019 y los meses que el Congreso estuvo disuelto, entre octubre del 2019 y febrero del 2020. En dos ocasiones, Vizcarra se ha dejado ganar la pelota y ha estado al borde de que le volteen el partido.
En buena medida, el presidente es víctima de su propio éxito. Se presentó ante los peruanos como alguien alejado de la élite política, un exgobernador regional libre de ataduras partidarias. En estricto, Martín Vizcarra es nuestro primer presidente sin partido: rechazó cualquier vinculación con PPK y su bancada (quienes se quejaron amargamente de su inferencia) y, tras el cierre del Congreso, se negó a presentar una lista parlamentaria que le permitiese ganar representación en el nuevo Congreso, presumiblemente para mantener una imagen de total independencia frente a la ciudadanía.
Sin embargo, la democracia no puede funcionar sin partidos o, en el peor de los casos, sin mínimas coaliciones temporales. El actual Congreso, electo sin el arrastre de candidatos presidenciales, es la muestra más palpable de más de 30 años de descomposición partidaria. Está marcado por el cortoplacismo y el desprecio a las formas más elementales de la democracia. La disolución del Congreso pasado nos llevó del obstruccionismo organizado liderado por el fujimorismo al obstruccionismo desorganizado, orquestado por pequeñas camarillas. La constante sigue siendo la misma: el uso de toda arma disponible en la Constitución para asestar golpes letales. Entre el 2017 y el 2020, hemos experimentado dos procesos de vacancia presidencial, la renuncia de un presidente y el cierre del Congreso.
En la semana, Vizcarra o su abogado podrá presentarse en el Congreso para dar sus descargos en el marco del proceso de vacancia. Si bien el presidente tiene cosas que explicar, espero que, por el bien del país, la moción sea rechazada por el Parlamento. Es un despropósito destituir a un presidente de salida, sin los tiempos necesarios para una investigación seria y en medio de una crisis social cuyos precedentes solo pueden encontrarse varias décadas atrás. Más aun si tenemos en cuenta las llamadas del presidente del Congreso a los comandantes generales de las instituciones armadas, como si la crisis económica y los miles de muertos no sean suficiente recordatorio de nuestro pasado.