Uno de los grandes desafíos en política económica es la estabilización del ciclo económico, lo que se hace más relevante desde la crisis de Lava Jato. Varios estudios muestran que una alta volatilidad en el crecimiento puede resultar en que los agentes económicos, principalmente los inversionistas, alteren sus planes de gasto y, en consecuencia, que la economía crezca por debajo de su potencial o, en algunos casos, inclusive decrezca.
Muchos países, incluyendo el nuestro, han adoptado leyes de responsabilidad fiscal que buscan estabilizar el ciclo económico aumentando el gasto público cuando la brecha de producto se hace negativa (es decir, cuando el nivel de crecimiento es inferior al que justificaría el pleno uso de los factores de producción) y existe margen fiscal. Aun cuando los economistas tenemos algunas discrepancias, hay consenso en que el gobierno y el banco central deberían procurar que el crecimiento converja hacia su nivel potencial.
Como muchas políticas, el reto está en la implementación y hay dos temas que me gustaría abordar: cómo lograr la mayor efectividad en el impulso del gasto y qué hemos hecho para hacernos inmunes frente a futuros escándalos de corrupción.
La efectividad de esta política se basa en el supuesto de que, durante la fase descendente del ciclo, un impulso del gasto público logra revertir las expectativas de los agentes. La clave está en que este sea de duración limitada y que no resulte en un endeudamiento insostenible. Los países desarrollados que han tenido gran éxito con esta política fueron Estados Unidos, el Reino Unido, y el Perú en el 2009.
Sin embargo, no todo impulso de gasto es igual de efectivo. De hecho, los economistas estimamos lo que se conoce como ‘multiplicadores fiscales’, es decir, el efecto que tendría un impulso de gasto sobre el crecimiento económico. En el Perú, el Banco Central de Reserva (BCRP), el Consejo Fiscal y el Ministerio de Economía y Finanzas (MEF) coinciden en que un impulso proveniente de la inversión es casi el doble de efectivo que uno del gasto corriente. El Fondo Monetario Internacional (FMI) va más allá y en un estudio para América Latina concluye que el impulso de gasto corriente es nulo y que solo la inversión tiene un impacto positivo, con un multiplicador de 1,5 en dos años. Lamentablemente, esto contrasta con nuestras propias políticas, que se han inclinado a aumentar el gasto corriente.
El escándalo de Lava Jato entre el 2001 y el 2016 socavó la calidad de nuestra obra pública y, sobre todo, la cofinanciada (es decir, APP) y es muy probable que su contribución a la economía haya sido muy baja, si no negativa. Pero no conviene quedarnos en el pasado; hay que preguntarse más bien cuáles han sido las lecciones económicas del escándalo de corrupción.
Cuando elaboramos los decretos legislativos del 2016, pusimos especial énfasis en proteger nuestra obra pública y cofinanciada de los potenciales efectos de la corrupción. Por ejemplo, se le dio independencia a Pro Inversión, se creó una unidad de transparencia, otra de liberación de predios, otra más de seguimiento, se le transfirió la unidad de destrabe, se impidieron las licitaciones a un solo postor y, quizás la más relevante, se incorporaron tres directores independientes para asegurar la transparencia en las decisiones. Algo similar se hizo con Invierte.pe, que reemplazó al muy criticado SNIP y, en particular, se descentralizó el proceso de aprobación, se introdujo el cierre de brechas como criterio de priorización y viabilidad de inversión, y se puso énfasis en la revisión de las obras de alta complejidad (de más de US$20 millones), mientras que a las pequeñas (menores a US$1 millón) se les permitió la formulación con una ficha técnica.
Mi sorpresa al leer los decretos legislativos y reglamentos publicados a finales del año pasado ha sido que hemos desprotegido nuestro sistema de inversiones. Lo preocupante es que el MEF haya vuelto a la opacidad, al modelo centralista, al tomar algunas funciones de Pro Inversión, que no se haga seguimiento posinversión desde Pro Inversión, que se haya reducido la transparencia en la toma de decisiones al solo mantener a los ministros como directores, y que se hayan relajado los controles en la obra pública. Por ejemplo, según el nuevo reglamento de Invierte.pe, publicado en enero de este año, un proyecto de hasta de US$500 millones se puede formular mediante una simple ficha técnica. Más aun, la legislación permite que los propios sectores, gobiernos regionales o locales, decidan formular vía obra pública o cofinanciada, permitiendo que opten por el sistema que tenga menores controles y no se discrimine en base a la complejidad.
Tenemos el reto de hacer nuestro Estado más presente y eso pasa por llevar servicios básicos a los rincones más alejados de nuestro país, pero también por proveer infraestructura de alta calidad. La clave está en la ejecución y la calidad de las obras, que finalmente van a determinar el impacto que tendrá la obra pública en la productividad y el crecimiento. La ausencia de un marco institucional más sólido y con mayor transparencia genera el riesgo de que el impacto de la obra pública sobre el PBI sea un efecto aritmético temporal: una simple ilusión fiscal.