(Ilustración: Giovanni Tazza).
(Ilustración: Giovanni Tazza).
Dino Carlos Caro Coria

La respuesta del Estado frente a una empresa criminal –como expuse el 3 de enero de este año– consiste no solo en procesar y condenar a los funcionarios corrompidos, sino también a los particulares: empresarios, financistas, lavadores y beneficiados. Esa labor, hasta el momento, no ha sido fructífera, porque los directivos de , entre otras empresas, permanecen en Brasil gozando de cierta impunidad frente a los hechos cometidos en el Perú.

Menos plausible todavía ha sido la labor del Estado para garantizar el pago de la reparación civil. El Estado, y en particular los procuradores y el , no tienen experiencia en la cuantificación del daño ni en los procesos de recuperación de activos.

Sobre lo primero, Odebrecht propuso reparar con US$60 millones (es decir, el doble de los sobornos que aceptó haber pagado en el Perú). La procuraduría, tras considerar el daño como incalculable, postuló una reparación de S/2.000 millones, el 25% de la multa de US$2.600 millones que Odebrecht pagará en Estados Unidos por haber entregado sobornos por US$788 millones en 12 países.

Pero la reparación no puede calcularse con ojo de buen cubero, menos de modo genérico, sino caso por caso, considerando el beneficio del corruptor, la extensión del soborno y lo sobrevaluado frente a todo el valor del proyecto, el costo del Estado para descubrir y perseguir el delito, el costo de oportunidad de las inversiones, el daño a la libre competencia, etc. No hay matemáticas, pero puede aspirarse a mucho más que “el doble” de la coima o refugiarse en una cifra irrealizable.

El costo social del delito no se recupera y el crimen no genera valor. Existen, no obstante, buenas razones para que una empresa criminal deba trasladar sus activos en favor del Estado: los efectos del delito para la sociedad. Pero la descoordinación institucional en el uso de medios legales para garantizar la reparación quedó al descubierto en el intercambio ocurrido entre la ministra de Justicia y las ex procuradoras.

Hay un acuerdo entre la Fiscalía Anticorrupción y Odebrecht que incluye un pago a cuenta de la reparación por S/30 millones, pero ni la procuraduría ni los jueces conocen ese acuerdo. Tampoco los otros fiscales a cargo de los casos conexos. ¿Cómo respetar o exigir ese acuerdo si no se conocen sus alcances?

Por otra parte, según el Decreto de Urgencia 003-2017, estas empresas criminales no pueden trasladar sus activos al exterior. El Minjus deberá autorizar las transferencias de sus bienes, y el valor de estas operaciones conformarán un fideicomiso para garantizar la reparación. Hasta la fecha, el fondo es de apenas S/10 millones. Pero ni el decreto ni sus lineamientos de aplicación (cuatro veces modificados en menos de dos meses) prevén mecanismos de participación de dos actores esenciales: el Ministerio Público y el Poder Judicial. El decreto tampoco maximiza el poder de la procuraduría para negociar y transar las reparaciones con una empresa criminal, de modo que sean incuestionables y exigibles.

El cuadro se completa con las amplias competencias de la procuraduría para pedir embargos, incautaciones, congelamiento de activos, etc. Incluso fuera del país mediante las reglas del Código Procesal Penal. Eso pasó con los activos de Olmos: la procuraduría logró una orden de inhibición (congelamiento), pero en paralelo el Minjus había autorizado la venta.

El acuerdo Odebrecht-fiscalía, el Decreto 003 y las facultades de la procuraduría, todas en paralelo, sin vasos comunicantes ni prelaciones ni coordinaciones, configuran una trilogía del mal. Un sistema de organizada irresponsabilidad, porque tres mecanismos establecidos para lograr lo mismo son ahora incapaces de garantizar la continuidad de esos proyectos públicos y menos una reparación que, como el perro que persigue su propia cola, cada vez parece más difícil de alcanzar.