Nunca como ahora se mostraron tan infructuosas las advertencias a autoridades, decisores y ciudadanos, que, como en cada verano, exhortaban a implementar acciones preventivas con la finalidad de minimizar los impactos del encuentro entre fenómenos naturales y poblaciones vulnerables. Esta terrible actitud de dejadez ha dado pie a lamentaciones típicas de estas fechas, en las que las supuestas lecciones aprendidas se desvanecen al calor de otras urgencias nacionales.
Los episodios de El Niño de 1972/73 (“El Niño olvidado”), de 1982/83, de 1997/98 y de El Niño costero del 2017, pero también los huaicos e inundaciones menores acaecidos en los veranos “normales” no han sido suficientes para empoderar una política pública ante los desastres (a los que se les sigue apellidando inocentemente “naturales”). La experiencia señala que continuaremos en la misma senda de olvido, indefensión y agravada exposición, sin importar la intensidad o frecuencia de los eventos, sean sísmicos o hidroclimáticos. Una suerte de consabida resignación ante lo que nos golpeará.
Si bien las expectativas para que el Estado y la sociedad internalicen las lecciones derivadas de las recientes calamidades son bastante pobres, esta fatídica experiencia ha puesto en evidencia una serie de debilidades que plantean un panorama poco auspicioso para la gestión de futuros escenarios críticos. Una primera constatación es que el Estado ha ratificado su incapacidad para el manejo de riesgos y desastres: carencia de liderazgo, improvisación, debilidad institucional, desgobierno territorial, corrupción, desdén (¿o incomprensión?) por la data científica, demora en la ejecución de obras, etc.
De otro lado, la gravedad de los impactos de las lluvias, inundaciones y huaicos ha rebasado la capacidad de los gestores al mando de las entidades creadas en respuesta. El caso de la Autoridad para la Reconstrucción con Cambios es muy expresivo. Sin embargo, viene precedida de otras respuestas fallidas. Recuérdese el Forsur frente al sismo del 2007, que prometió la “reconstrucción integral” de Pisco e Ica; o el comité ejecutivo de reconstrucción de El Niño en 1997, donde primó el aprovechamiento político de la calamidad. Pareciera que con cada evento se crea una institución ad hoc que no logra satisfacer las expectativas de los damnificados.
Así, se corrobora el pobre papel de los gobiernos regionales y locales, cuya capacidad técnica y preventiva es deplorable. Nunca como antes ha de lamentarse tanto que algunas alcaldías hayan autorizado la ubicación de familias en riberas, cauces o conos de deyección de huaicos, para no mencionar la deficitaria inversión en prevención de riesgos.
De igual modo, la coyuntura crítica revela el disminuido aprecio por los pronósticos científicos en las esferas de decisión. En tiempos de posverdades, antiintelectualismo, ‘fake news’ y negacionismo climático, las autoridades parecen coherentes con esas narrativas. La prevención necesita un soporte de información, pero ello se le niega impunemente. A esto se suma el escaso peso político de las entidades especializadas en emergencias y manejo de desastres, lo que las convierte en actores irrelevantes tanto en los momentos críticos como en los de “normalidad”, agudizándose la displicencia.
Muchos deben estar aceptando que vivir en zonas de riesgo tiene un precio muy caro, pero este reconocimiento se irá diluyendo a medida que los actuales episodios se conviertan en un triste pero lejano recuerdo y aparezcan otras urgencias y prioridades.
En resumen, la prevención y preparación frente a las amenazas naturales son demandas intensamente y aclamadas inmediatamente después de un desastre, pero escasamente aplicadas antes de él. Así, difícil hacer de la necesidad virtud en materia de riesgos y emergencias.