(Ilustración: Giovanni Tazza).
(Ilustración: Giovanni Tazza).
José Ignacio Beteta

(1891-1937) se quejaba de la hegemonía del sistema democrático liberal sobre el ser humano. Según él, las élites económicas, vinculadas a las élites políticas, lo habían capturado y reducido la participación y voluntad ciudadanas a un conjunto de procedimientos y símbolos irrelevantes. Para el líder del Partido Comunista italiano, era necesario integrar Estado y sociedad en un todo homogéneo culturalmente, y lograr que el individuo se inserte en él, subordinando sus intereses particulares a los de un colectivo ideal en el que la justicia camina por delante del bien. El “bien” era abstracto y discutible, la “justicia” era material y concreta, pensaba el pensador y político sardo.

Max Weber (1864-1920) distinguía, por su parte, tres hegemonías sobre los individuos: una carismática, otra tradicional y, finalmente, una legal, que provenía del Estado, sus leyes y regulaciones. Para Weber, si bien el ser humano se va construyendo sobre la base de su relación con otros, este piensa, siente y decide motivado por sus incentivos individuales. En esta línea, el germano plantea que el Estado debe garantizar a cada individuo el derecho a decidir libremente, en la medida que no atente contra la libertad de otros. Esta conjunción armónica de intereses individuales es lo que Weber define como “reciprocidad”. Los individuos pueden y deben conectarse, respetarse, y juntos prevenir que la hegemonía del Estado afecte su capacidad de crecer en plenitud.

Gramsci y Weber no son hijos de la misma madre ideológica. De hecho, nacen de corrientes prácticamente contrapuestas. Sin embargo, en ambos se perciben dos principios clave que deberíamos repensar e impulsar, hoy más que nunca: 1) es el ciudadano contribuyente, sus necesidades y derechos, el centro de cualquier decisión técnica o política de quienes conforman la burocracia del Estado (mantenida, además, con el dinero de esos mismos ciudadanos), y 2) cada ciudadano, desde su propio rol y contexto, debe vigilar, controlar y tener a raya al poder del Estado y su burocracia, de modo que no se use para implementar agendas ideológicas intolerantes, radicales, que generen pobreza y división.

Es tiempo de creernos los gestores principales del destino del país y, por lo tanto, pensarnos unidos, juntos, frente a cualquier poder político o estatal que quiera robarnos lo que hemos conseguido con esfuerzo, o dividirnos recurriendo a narrativas ideológicas basadas en complejos o amarguras. El ideal de una sociedad justa y recíproca es posible. “Elegiré amigos entre los hombres, pero no esclavos ni amos. Elegiré solo a los que me plazcan, y a ellos amaré y respetaré, pero no obedeceré ni daré órdenes. Y uniremos nuestras manos cuando queramos, o andaremos solos cuando lo deseemos” (Ayn Rand).

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