Cada cierto tiempo se oyen en nuestro país las voces de los enemigos del progreso invocando el regreso a las fórmulas que nos sometieron al atraso y la miseria. Reclaman el regreso de la Constitución de 1979 (C-79). Exigen su restitución. Pretenden, manifiesta o veladamente, modificar la actual, especialmente en lo referido al ámbito de intervención del Estado en la economía. Para ellos, al parecer, todo tiempo pasado fue mejor.
Las principales razones para abandonar la vigente Constitución de 1993 (C-93) son su origen dictatorial y la visión de cuál debe ser el rol del Estado en la economía.
Respecto del primer punto, en efecto, la C-93 no tuvo un origen democrático. Sin embargo, curiosamente, es la Constitución bajo la cual más gobiernos democráticos han gobernado. Durante su vigencia, hemos finalmente logrado vivir en democracia y prosperidad económica. Por otro lado, las reformas introducidas respecto de la reelección inmediata y el gesto simbólico de retirar la firma de quien convocó a la asamblea parecen suficientes para limpiarla de ese pecado original.
El segundo argumento que se invoca para el cambio constitucional es que la C-93 ha limitado la participación del Estado en la economía impidiendo que el progreso llegue a los más pobres.
La premisa es cierta. La C-93 limitó sustancialmente la participación del Estado en la economía. La conclusión es, sin embargo, errada. Limitar la participación del Estado es justamente lo que ha permitido que nuestro país progrese. Si bien la C-93 es perfectible en muchas cosas, el régimen económico contemplado en esta es abismalmente superior al contenido en su predecesora.
La C-79 establecía un sistema basado en la indefinible justicia social, la dignificación del trabajo como fuente de la riqueza, el incremento de la producción mediante el fomento de ciertos sectores, la promoción del pleno empleo, la racionalización del uso de los recursos y la distribución equitativa del ingreso por parte del Estado, entre otros despropósitos.
Para lograr estos fines, decretaba que el Estado debía formular la política económica y social mediante planes de desarrollo de obligatorio cumplimiento que regulaban la actividad económica. En buena cuenta, la C-79 contemplaba la planificación de la economía por parte del Estado.
La C-93 establece, por su parte, un régimen económico que reconoce la libre iniciativa privada, garantiza la propiedad privada, limita la participación del Estado a ciertas actividades y establece que en cualquier otra área su rol es subsidiario. Asimismo, promueve la inversión privada nacional y extranjera. Ha permitido leyes que facultan la responsabilidad fiscal e impiden el financiamiento del déficit vía emisión. Es decir, la C-93 contempla la economía de mercado, con ciertos matices sociales, como el sistema imperante en nuestro país.
Un estudio del Instituto Peruano de Economía (IPE) realizado en el 2011 nos permite comparar los resultados económicos obtenidos bajo la vigencia de ambas constituciones. Analizando los promedios anuales de crecimiento de algunos indicadores económicos entre los períodos de 1979 a 1992 y de 1993 al 2010 encontramos que la inflación durante la vigencia de la C-79 fue de 277%, mientras que durante la vigencia de la C-93 fue de 4,6%. La producción por habitante subió de -2,1% a 4,6%, la inversión privada de -0,1% a 8,3%, la inversión estatal de 1,5% a 7,2%. Es curioso, pero una Constitución que recoge el sistema de mercado como régimen económico permitió una inversión estatal mucho mayor que la planificadora C-79.
Por su parte, la producción industrial pasó de -0,8% a 5,1%, la agropecuaria de 0,3% a 5,2%, las exportaciones no tradicionales de 1,4% a 12,8%. Podemos seguir revisando indicadores y veremos en todos que los resultados obtenidos durante la vigencia de la C-93 superan largamente los obtenidos durante su antecesora.
Si a estas cifras les sumamos –como indica el estudio citado– que las reservas internacionales netas promediaron US$854 millones durante la vigencia de la C-79, mientras que US$14.895 millones bajo la C-93 y que las cifras utilizadas para el período 1979-1992 no incluyen las enormes pérdidas de la banca de fomento estatal, es evidente que volver a la C-79 es involucionar.
A la luz de las cifras, el regreso a la C-79 es inviable. Por eso, debemos ser especialmente cuidadosos con aquellas propuestas consistentes en que la creación de centros, ministerios, consejos, mesas o comités estatales que pretendan planificar desde el Estado las actividades económicas. Tales planteamientos no son otra cosa que un disfrazado retorno a la miseria.
Los peruanos sabemos bien que no todo tiempo pasado fue mejor.