Sospecho que una de las razones por las que la Academia Sueca le encargó a Patti Smith que cantara en la ceremonia de entrega del Premio Nobel fue la particular capacidad que tiene la vieja rockera para transmitir una filosofía de vida a contracorriente de la que se ha apoderado del corazón de nuestra sociedad contemporánea. Nada más memorable que verla en pantalla con su larga melena plateada y sin una gota de maquillaje en ese auditorio repleto de todos los símbolos imaginables del poder académico y político, cantando con su voz arenosa la balada “A Hard Rain’s A-Gonna Fall”. Memorable por lo que tuvo de revelación en cómo logra conjugar en tiempo presente y en clave femenina la esencia acendradamente pacifista y contestataria de la balada que ella eligió para decir lo que tenía que decirle al mundo que la escuchaba.
La balada resulta notable por una puesta en escena que actualiza y legitima la sabiduría del hippismo sesentero, proyectando una terrible sombra que nos toca a los que hoy la escuchamos. Porque si la balada inglesa de origen medieval cantaba historias de amor y devoción espiritual, la de Dylan teje en ellas fragmentos apocalípticos propios de una civilización que se debate en medio de una crisis política y social cuyas consecuencias se intuyen pero no se llegan a calibrar.
La estructura lírica de “A Hard Rain’s A-Gonna Fall” mantiene el formato tradicional de pregunta y respuesta que usualmente intercambian los personajes de las viejas baladas que van narrando sus historias de experiencia personal. Dicen los que lo conocen, que “Lord Randall”, publicado por Francis Child en 1876, es la balada en la que Dylan se inspiró para escribir su canción. Pero si Randall es el hijo pródigo que a su regreso de un largo viaje le cuenta a su madre una trágica historia de amor personal, en la versión de Dylan la historia de amor es desplazada por una de horror planetario al descubrir un mundo de mares, montañas y bosques muertos, aguas envenenadas, y árboles sangrantes, donde los niños juegan con armas de fuego y las mujeres corren con sus cuerpos incendiándose.
Quien escucha a Patti Smith en su austero saco negro carraspeando sus versos temblorosos, uno tras otro frente al rey y a la reina en raso y terciopelo, no podrá dudar que esa lluvia que ahora cae fría, dura y tenaz, seguirá cayendo también mañana y pasado mañana, cada vez más dura, más cruel y más tenaz. Y quien ve sus gruesas cejas arqueándose heridas cuando en la estrofa de cierre le pregunta a su “blue eyed son” a dónde irá ahora que ya conoce la verdad del mundo en que le tocó nacer, no podrá sino temblar con ella adivinando la respuesta. Temblar de miedo, pero sobre todo de la infinita tristeza de saber que ese es el legado que le dejamos a nuestros hijos. Un saber que no ordena nada, que más bien enloquece.
Pero Patti no enloquece. Patti aguanta el desgarro con dignidad cuando el hijo responde que irá a uno de esos mares muertos a hundirse en sus aguas y cantar su última canción, que es la que ella, con su melena plateada y sus párpados semicerrados, ahora nos canta. Se trata de la misma dignidad con la que aguanta el momento del bloqueo que en plena performance le deja la mente en blanco, y frágil frente al prestigioso público ante el que se disculpa por los nervios que la traicionaron. Pero no era que se hubiera olvidado de la letra, como luego contara, era que se abrió a la avalancha de emociones laberínticas evocadas por el poema, con todos los riesgos que eso implica.
Porque abrirse a la emoción es permitirse entrar en lo desconocido, es hacerse vulnerable. Y hacerlo en público es reconocer la posibilidad de la equivocación y el fracaso. Ver a Patti Smith cantando y tropezándose y seguir cantando “A Hard Rain’s A-Gonna Fall” fue entender que solo quien es verdaderamente fuerte puede darse el lujo de abandonar su coraza y revelar en esa experiencia su fragilidad humana, con la gracia y el aplomo con que ella lo hizo ese día de lluvia fría, dura y tenaz en la Academia Sueca.