En un reciente reporte sobre el censo de educación superior en Brasil, la evidencia muestra que seis de cada diez estudiantes que han culminado sus estudios superiores lo han hecho en programas de educación a distancia y, en su mayoría, en universidades privadas. Sí, como lo lee, en el Brasil del presidente Luiz Inácio ‘Lula’ da Silva. En la descripción demográfica de estos “nuevos estudiantes” de educación superior resalta el hecho de que la enorme mayoría son mayores, pobres y con retos académicos que necesitan ser atendidos. Creo que todos sabemos bien que el talento no elige dónde nacer y que, por el contrario, necesita ecosistemas que lo impulsen, que le ofrezcan las condiciones para que florezca y pueda generar bienestar, riqueza y desarrollo en la sociedad. Sobre todo, si consideramos que la diferencia significativa en la competencia entre países –y hay evidencia de investigación sobre ello– se da a nivel del talento formado y desarrollado de las personas.
A la luz de lo anterior, se hace imposible e improbable de comprender (o siquiera defender) la decisión de la Superintendencia Nacional de Educación Superior (Sunedu) de eliminar los programas de educación a distancia para adultos que trabajan. Esta decisión no cuenta con ningún sustento técnico, más allá de estar basada en una discutible y antojadiza interpretación por parte del Consejo Directivo del organismo sobre la normativa existente.
Pero lo que es más grave aún es la postura irracional de negarse a querer ver la realidad: que están amputando las vías que nos permiten asegurar los caminos habilitantes para generar oportunidades formales y licenciadas de formación y de desarrollo del talento educado y profesional.
Ninguna de las razones que han esgrimido son racionales, salvo que aceptemos la hipótesis de que el Consejo Directivo de la Sunedu está apostando su institucionalidad a la imposición de un criterio caprichoso, dependiente de intereses distintos a los del bien común y la salud del subsistema de educación superior universitario. Vale decir, además, que es absurdo pretender sostener legalmente una decisión que es, al mismo tiempo, discriminatoria y segregacionista; es decir, el mundo al revés. Esto, porque tenemos una entidad del sector educativo que promueve la desigualdad al emitir una norma de un órgano del Ejecutivo que contradice radicalmente los principios ordenadores de la Ley General de Educación, que dispone que todo el sistema educativo es equitativo (inciso b, artículo 8), y que define que el servicio educativo debe contribuir a igualar las oportunidades de desarrollo integral (artículo 10). Al margen del evidente desacato realizado a través de sus redes sociales en contra de la decisión de la Secretaría Técnica de Gestión Pública de la Presidencia del Consejo de Ministros (PCM), debemos preguntarle a la Sunedu si es que va a sostener enfebrecidamente su interpretación de autonomía que, más bien, lo deja afuera del sistema educativo peruano y de los principios que lo rigen.
Siendo legalmente la llamada a licenciar, supervisar la calidad de la educación superior y fiscalizar a las universidades, la Sunedu –en un acto de prestidigitación– ha pasado ahora a representar los intereses corporativos de la autonomía universitaria y, aparentemente, de los colegios profesionales también. Frente a estas circunstancias, solo nos queda afirmar que estamos ante una institución con una profunda y preocupante crisis de identidad.
Ni las universidades, ni los estudiantes, ni los docentes, ni ningún miembro de la comunidad educativa o de la sociedad peruana debemos aceptar este escandaloso retroceso en la –ya de por sí complicada– tarea de conformar un sistema educativo universitario moderno e innovador, pero, sobre todo, orientado al aprendizaje de sus ciudadanos.