Antonio Raimondi

Esta es la segunda carta de Antonio Raimondi a su amigo don Luis Bignon. Relata la expedición científica que realizó en el , en 1859.


Estimado amigo, Hualgayoc ha sido un punto tan importante que me demoré 12 días, con el objeto de hacer algunos estudios sobre el mineral. Tengo materiales suficientes para escribir una memoria sobre tan importante cerro y desvanecer ciertos errores, que, no sé cómo, ha cometido el ilustre Humboldt sobre la formación geológica del lugar. Hualgayoc encierra bastantes riquezas, pero faltan emprendedores capitalistas para adelantar los socavones y, si el Gobierno no presta alguna protección, muy pronto se arruinará porque se va decayendo día a día.

También estoy un poco atrasado por haber variado mi itinerario, con el fin de ver desde su origen hasta el final las tres quebradas del valle de Chicama, del río Jequetepeque y del río Moche. Solo así puede uno formarse una idea bastante extensa de la constitución geológica de las cordilleras.

En Cajamarca me encontré con un joven belga, D. Eugenio Bertinchamps, que viajaba para hacer estudios de geología. Dicho señor es discípulo del célebre Omalius d’Halloy, a quien se esperaba en Cajamarca de un día a otro. Debe este reunirse con su discípulo y un químico inglés, y los tres juntos se dirigirán hasta el Amazonas. Como lo sabe usted, este año viajo solo, pero no por eso falta el buen humor. No me fastidia la soledad porque estoy continuamente ocupado, no teniendo tiempo para hacerlo todo, aunque trabajando de día y de noche, y además, de vez en cuando, encuentro a un amigo o a un discípulo.

En los baños de Cajamarca, hice el análisis de las aguas, empleando en este trabajo 18 horas cada día, lo que me permitió estudiar al mismo tiempo todas las producciones de los alrededores. Todo mi pequeño laboratorio llegó sano y salvo, de modo que he podido hacer un trabajo de conciencia. Me falta todavía los cálculos para reducir todas las medidas de los gases a una temperatura y presión fija, y después la discusión del análisis para combinar los elementos hallados en el agua. A mi regreso en Trujillo, pasaré a Huamachuco a hacer otro trabajo igual sobre las aguas termales.

De Hualgayoc pasé a Chota y de Chota a Pión, donde pasé el Marañón en balsa. En estos lugares, una soberbia vegetación cubre todos los cerros y da al naturalista harta cosecha y continua distracción. En cuanto a mí, se me ofrece una planta que he visto en otra parte del Perú, creo ver a un amigo y lo saludo al pasar. Si es una de esas plantas que conocí en los jardines botánicos de Europa, de vida lánguida y raquítica en los invernaderos, casi la desconozco aquí con su cabeza erguida, llena de vigor y lozanía, y tanto más me agrada su vista que al momento evoca recuerdo de la tierra natal. Bajo entonces de la bestia, entro en conversación con ella, le pregunto su nombre, porque vive aquí más bien que en otro lugar, y si faltan las plantas, será un mamífero, un ave, hasta un insecto. ¿No fue un insecto, la ‘Necrobia ruficollis’, si no me engaña la memoria, la que hizo olvidar al célebre entomólogo Latreille en su calabozo que el cadalso lo podía llamar de un día a otro, y no fue este mismo insecto el que vino a ser causa de su salvación? No, amigo mío, para el naturalista no existe la soledad.

En cinco días salgo para Moyobamba.

–Glosado y editado–

Texto originalmente publicado el 21 de julio de 1859

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Antonio Raimondi fue Investigador y naturalista