"Creo que estamos asistiendo al fin de una generación de políticos y quizá de un modo de hacer política". (Ilustración: Giovanni Tazza)
"Creo que estamos asistiendo al fin de una generación de políticos y quizá de un modo de hacer política". (Ilustración: Giovanni Tazza)
Alonso Cueto

En una de las tradiciones de la serie “¡A la cárcel todo Cristo!” (un lema que podía definir nuestra época), Ricardo Palma cuenta la historia del virrey Ambrosio O’Higgins y hace alusión a un dicho: “Está visto que el oficio de virrey tiene más gangas que el testamento del moqueguano”. Palma aclara que la frase se refiere a la historia de un ciudadano rico de Moquegua, Cristóbal Cugate, casado con una mujer que era “la piel del diablo”, es decir alguien que había hecho sufrir a Cristóbal la “pena negra”. A su muerte, Cugate se vengó de su esposa con un testamento lleno de ironía. Le dejaría toda su fortuna con una condición: la de encontrar un marido antes de los seis meses. Estaba seguro de que “su conjunta” no iba a encontrar un hombre “de genio tan manso como el suyo”.

No sé si el presidente conocía esta frase o esta historia, pero su mensaje del domingo pasado tiene alguna relación con ellas si aplicamos algunas variables como la de definir a la mayoría parlamentaria como la “piel del diablo” que menciona Palma. Hay algunas características que lo hacen un líder inesperadamente feliz dentro de la política peruana. Rafaella León en su libro “Vizcarra” (Debate), lleno de datos y de interpretaciones interesantes, ha mostrado algunos de sus rasgos. Su origen provinciano, su desconfianza de las élites y su poca afinidad con el sistema tradicional de la sociedad y política peruana lo han convertido en una figura insular en el sistema. Este hecho hace que no tenga compromisos previos y que no necesite cumplir con lo que en Lima es una regla: la obligación de “quedar bien”. Rafaella León afirma: “Era consciente de que en política uno no se puede permitir el limbo”. León muestra a Vizcarra asimismo como alguien capaz de permanecer con la cabeza fría en medio de las peores crisis y de realizar un diseño de ingeniero para el futuro.

El tiempo dirá si su decisión dio los frutos esperados, pero todo parece indicar que no tenía otra salida. El presidente Vizcarra evitó la disolución violenta, al estilo Fujimori, del y también evitó el entrampamiento bajo el marasmo de otros presidentes frente a un Parlamento como este, que poco tiene de qué enorgullecerse. Apenas un puñado de congresistas, entre los que se cuentan Gino Costa, Guido Lombardi, Marisa Glave, Indira Huilca y Alberto de Belaunde, pueden salvarse de la falta de coherencia y de conciencia de la mayoría de sus miembros.

Creo que estamos asistiendo al fin de una generación de políticos y quizá de un modo de hacer política. La idea de que los intereses del partido son más importantes que los del país, la concepción de la oposición como un intento por vacar a las autoridades forman parte de una tradición en nuestra política del caudillaje. Hoy en día, cada vez hay más caudillos y menos líderes. El caudillo elige movilizar a su parcela de seguidores para ocupar un puesto excluyente. Los caudillos no toman en cuenta la diversidad ni la grandeza de sus naciones. Hoy en el mundo han triunfado muchos caudillos: Trump, Bolsonaro, Boris Johnson, Salvini. En cambio, los líderes, como Angela Merkel y Trudeau pertenecen a una especie en vías de extinción. Hasta el momento, Vizcarra ha escogido el camino de un líder. Las frases finales de su discurso aludieron a la conciencia de escuchar al por encima de las facciones. Ha puesto al país sobre los partidos. Y le ha dejado al Congreso un testamento similar al del moqueguano Cristóbal Cugate.