Tras la victoria de Donald Trump, Estados Unidos pareciera haber entrado en terremoto social, en donde la tierra se ha abierto y ha dejado salir aquello que –en teoría– ha estado enterrado por muchos años pero que ahora se deja ver sin tapujos. Desde las pintas callejeras que hacen la invocación –por un Estados Unidos, blanco otra vez–, los actos vandálicos en contra de musulmanes en las escuelas públicas hasta el anuncio del festejo Ku Klux Klan, podemos advertir que el tan afamado muro no solo era una promesa presidencial sino la metáfora de un nuevo reordenamiento social.
Años atrás Roberto Da Matta comparó los carnavales de Nueva Orleans con el de Río de Janeiro en razón de ser réplicas de los procesos sociales en vez de ser prácticas aisladas.
En ese sentido, la primera de las oposiciones era que el carnaval de Nueva Orleans se ubicaba concentrado en una zona periférica específica de la ciudad, entre los barrios comerciales y los residenciales, en las zonas fangosas, frecuentemente desocupadas, mientras que en Río de Janeiro el carnaval tomaba la ciudad para ser el tiempo de carnaval. La segunda era el orden de exposición y de ubicación de los actores en el desfile. Mientras en Nueva Orleans se podía evidenciar una clara jerarquía que se iniciaba con la gente blanca y terminaba con los negros de menor ingreso económico, en Río el orden burlaba lo racial y lo económico para más bien concentrarse en las habilidades dancísticas. Entonces, Da Matta se pregunta por la paradoja: ¿Por qué una sociedad “igualitaria” como la estadounidense alberga un carnaval tan jerarquizado, ubicado en la periferia de la ciudad, con juicios de valor basados en lo económico y lo racial mientras que el carnaval de Río de Janeiro, que está dentro de una sociedad jerarquizada, es más bien un carnaval “igualitario”, extendido por toda la ciudad y en donde ni lo racial ni lo económico influyen?
Da Matta entonces entiende que el carnaval no solo pone el mundo al revés sino que evidencia aquello que está encapsulado y que en cualquier momento puede explotar. Si el carnaval de Nueva Orleans se daba en las condiciones suscritas es porque allí está el germen de lo que ocurre hoy. En una aparente sociedad “igualitaria” la segregación racial y económica es el revés obsceno que comanda la obsesión de Estados Unidos por la clasificación de los individuos. Pensemos entonces en cómo la demanda de especialistas no responde a una tecnificación del trabajo sino al fetiche de estratificar de los sujetos. Dicho de otro modo: “Si no puedo estratificarlos por clase o raza –porque es políticamente incorrecto– entonces estratificaré por el trabajo”.
Bajo esta óptica Trump simbólicamente ha extendido el carnaval por todo el país. Con su victoria ha dejado que dicho revés obsceno sea el síntoma del cambio y que se vea como si fuese una anomalía en un país que en realidad ha convivido armónicamente con la segregación y la exclusión durante todos estos años. Y es que al vivir bajo lo “políticamente correcto”, se ha dejado de llamar a las cosas por su verdadero nombre, por lo tanto, se ha cauterizado el horror del significante. Así, Estados Unidos, en su afán de acallar lo políticamente incorrecto, creó una maquinaria obscena en donde –por citar un ejemplo– la “tortura” ahora es llamada “técnica de interrogatorio avanzada” y en donde –al fin y al cabo– todos saben lo que ocurría pero preferían mirarlo de otra forma.
Si Trump representa el horror para muchos norteamericanos, no es porque sea la encarnación del demonio sino porque ha obligado a que Estados Unidos se inspeccione y que finalmente se dé cuenta de que nunca fue un sueño sino siempre fue, es y será una pesadilla. Así como los políticos son el vivo retrato de cómo es una sociedad, Trump es tal vez el mejor semblante de lo que es Estados Unidos; una sociedad políticamente (in)correcta.