Las respuestas de los países de América Latina al denominado COVID-19 son muy distintas. En parte porque están actuando frente a un fenómeno de salud y económico masivo y desconocido; por las condiciones en que se encontraban la situación de infraestructura de salud pública, las capacidades institucionales para implementar rápidamente políticas y el espacio fiscal de cada país; y también, por las diferentes cosmovisiones.
En cuanto a lo primero, es claro que el impacto en la economía de esta emergencia está generando una crisis mucho más severa que la crisis financiera del 2008-2009. En ese entonces, si bien hubo un desplome en mercados de capitales globales que se replicaron en nuestra región, así como caídas en precios de ‘commodities’, de exportaciones, de remesas, entre otras cadenas de transmisión que afectaron el crecimiento de los distintos países de la región, no experimentamos endógenamente la severidad de desafíos que hoy vemos.
Las medidas de contención de la pandemia no solo implican un accionar y un gasto en salud sin precedentes, implican una paralización y disrupción de la economía también inauditas. La respuesta sanitaria ha gatillado, inevitablemente, un problema enorme. Estas últimas dos semanas, especialmente, las autoridades de la mayoría de países han estado concentradas en un conjunto de desafíos interdependiente y complejo: cómo proteger a los más vulnerables –los menos favorecidos de la sociedad, muchos de ellos informales, no bancarizados, alejados de centros de salud–; cómo atender a los vulnerados –los que pierden el empleo, los trabajadores independientes–; qué políticas implementar para sectores especialmente golpeados como el turismo –en algunos países de la región el sector líder–; cómo apoyar a las pymes que, en el ámbito regional, representan el 70% del empleo; cómo evitar que se rompa la cadena de pagos contagiando también a las empresas más productivas; y desde el lado de la capacidad de respuesta, cuáles desafíos enfrentar, con qué profundidad y en qué secuencia.
Algunas preocupaciones adicionales. América Latina es la región más desigual del mundo y esta pandemia puede ser muy regresiva no solo en sus efectos directos –pérdida de ingreso para los más pobres– sino más allá. Por ejemplo, las primeras soluciones educativas ante el cierre de escuelas que afecta a unos 150 millones de niños en la región tienden a estar vinculadas con el acceso a Internet, pero los niños más pobres probablemente no tengan Internet en casa, por lo que acceden por el teléfono móvil incurriendo en altos costos o simplemente no acceden. Soluciones en base a televisión y radio podrían contribuir a que las brechas no se agranden. Las soluciones para hacer transferencias monetarias de manera transparente requieren bancarización en una región en que hay importantes grupos de personas que no están en el sistema financiero y en que, por razones culturales, las mujeres tienen menor acceso. La violencia doméstica, otro flagelo en que nuestra región tiene un oprobioso protagonismo, tiene todo para agudizarse: encierro, incertidumbre, miedo y frustración se confrontan con incapacidad de mujeres y niños de pedir ayuda o escapar, ausencia durante tiempos de aislamiento social de familiares y amigos que funcionan como involuntarios disuasores, centros de ayuda –si los hubiera– cerrados.
El alcance, en ámbito y profundidad de objetivos que se pueden acometer, depende mucho de la situación macroeconómica al iniciar la crisis: la ratio de deuda/PBI, el nivel PBI per cápita, la presión tributaria, el acceso a los mercados cuando hay un ‘flight to quality’, etc. Por ejemplo, Dinamarca, uno de los países más ricos y menos endeudados de Europa puede afrontar que garantizará a sus ciudadanos el 75% de sus ingresos. El Perú o Chile tienen una enorme ventaja frente a Costa Rica en términos de deuda, pero no tienen la presión tributaria de Brasil. En tanto, Costa Rica goza de mayor confianza en sus instituciones, pero su situación macroeconómica es una limitante para el financiamiento.
De otro lado, toca pensar en la futura reactivación de la economía. Pensar en cuidar la macroeconomía del mañana, no para ahorrar dejando de hacer gastos imperativos sino diseñando los gastos y las inversiones de manera eficiente. En ese sentido, sería recomendable reducir y eliminar gastos no alineados a la lucha contra la pandemia y la reactivación económica; evitar formular los apoyos y subsidios de manera tal que sean difíciles de desmantelar cuando volvamos a la normalidad; alinear lo más posible las políticas para el COVID-19 con la agenda de prosperidad de largo plazo –equidad, sostenibilidad, productividad–; y, no menos importante, deberían ser socializadas y explicadas para generar consenso y confianza.
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