Creo que hay pocas dudas: estamos peor que hace un año. El esperpéntico golpe de Estado del 7 de diciembre del 2022 abrió paso a una coalición en la que parece haberse juntado lo peor de cada casa: una presidenta proveniente de un partido marxista-leninista, ministros ultraconservadores y congresistas que solo miran por su bolsillo. La economía está estancada, reina la impunidad, las pocas reformas se han desbaratado, el Estado de derecho retrocede y miles de peruanos abandonan el país para no volver.
Todas las encuestas muestran que los niveles de aprobación a los gobernantes son ínfimos. Y, sin embargo, pese a este panorama desolador, la intensidad de las protestas está muy por debajo de lo que cabría esperar. Solo un puñado de activistas y los sectores más cercanos al expresidente parecen estar movilizados.
¿A qué se debe esta aparente anomalía? Hace dos años el sociólogo español Ramón González Ferriz escribió un pequeño ensayo titulado “La ruptura: el fracaso de una (re)generación”, en el que analizaba el desenlace del proyecto impulsado por un grupo de jóvenes científicos sociales y activistas, para regenerar la política de aquel país a partir de un enfoque crítico y analítico. Era un grupo mayoritariamente de centroizquierda. Cuando en el 2017 cayó Rajoy y accedió al poder Pedro Sánchez, buena parte de ellos se vieron seducidos por los cantos de sirena del nuevo gobierno. Renunciaron a su enfoque crítico y, en algunos casos por interés y en otros de buena fe, callaron o se convirtieron en propagandistas.
Tengo la sensación de que algo similar, aunque mucho más dramático, nos ocurrió en el Perú durante los meses de gobierno de Castillo y que ahora estamos pagando las consecuencias, especialmente en Lima. Las explicaciones habituales de la desmovilización capitalina suelen incidir en aspectos estructurales o de larga duración, como la presunta indolencia de la población, su falta de cultura política o el racismo, que haría a los limeños indiferentes. Sin embargo, estas explicaciones obvian que hace apenas tres años (aunque parezcan muchos más) se produjeron en Lima las masivas protestas que acabaron con Manuel Merino. Y, antes de ellas, contra el indulto de Alberto Fujimori en la Navidad del 2017 o, más atrás, la Marcha de los Cuatro Suyos.
No parece, por lo tanto, tratarse de un problema idiosincrático. Por el contrario, creo que las razones de la desmovilización hay que buscarlas precisamente en lo que ocurrió durante el gobierno de Castillo y, específicamente, en el comportamiento en esos meses de los sectores más movilizados de la sociedad limeña, que hasta entonces habían defendido una agenda progresista y de derechos. El gobierno de Castillo tuvo dos consecuencias desmovilizadoras. Por un lado, a nivel general, reforzó la percepción dominante de que todos los políticos son iguales, por lo que da lo mismo quien gobierne. Obviamente, Castillo no creó esta imagen de los políticos, pero la reforzó. Durante la campaña, su ascenso se presentó como un cambio histórico, que terminaba con la hegemonía neoliberal y con siglos de postergación andina. Sabemos que tardó muy poco en defraudar esas expectativas. Quizá no fue peor que sus antecesores, pero su impacto desmovilizador fue mayor por las expectativas que lo rodeaban.
En segundo lugar, de manera más específica, los meses de Castillo supusieron la pérdida de legitimidad del sector de centro y centroizquierda que desde los años 90 había conducido o alentado buena parte de las protestas ciudadanas y el avance de la agenda de derechos. Este es un sector cuantitativamente limitado, pero con un impacto importante en las dinámicas políticas peruanas. Sin embargo, durante el castillismo buena parte de sus representantes, tanto individuales como institucionales, permanecieron en silencio o atenuaron la intensidad de sus críticas en comparación con gobiernos anteriores. En algunos casos, se debió a su participación directa en el gobierno, que los llevó a callar ante gabinetes con menor presencia femenina de la historia reciente, el machismo, la homofobia de sus integrantes, los elogios a Hitler, el saqueo del Estado y tantas otras cosas. En otros casos, quizá la mayoría, el silencio fue estratégico y se derivó de la convicción sincera de que Castillo representaba una oportunidad histórica, por lo que no se debía hacer el juego a la derecha vacadora.
Este silencio estratégico no es nuevo. Ya había ocurrido en años anteriores, ante la descalificación de candidatos de otras tiendas políticas (2016), el uso punitivo de la prisión preventiva contra rivales políticos (2018) o la connivencia con el sonrojante argumento de la “denegación fáctica” y el referéndum populista del 2019. Sin embargo, durante el castillismo se llegó a un punto de no retorno. El resultado lo estamos pagando ahora: cuando más necesario era contar con referentes progresistas con legitimidad y capacidad de movilización, todos los puentes con la sociedad están rotos. Líderes políticos, sociales y de opinión, académicos, organizaciones de la sociedad civil y activistas están divididos y ampliamente deslegitimados. Su tardía reacción ante Castillo es un lastre muy difícil de remontar. Como señala González Ferriz en su ensayo, no supieron pasar la prueba más complicada: permanecer críticos y vigilantes cuando quienes gobiernan son los que percibimos como los nuestros.