Las abuelitas solían decir que “no todo lo que brilla es oro”. Parecida fue nuestra reflexión con mis coautoras, Arlette Beltrán (Universidad del Pacífico) y María Amparo Cruz Saco (Connecticut College), cuando revisamos las estadísticas que ilustran el progreso socioeconómico de la mujer peruana en las últimas décadas. Si bien el Índice Global de Brecha de Género del Foro Económico Mundial para el 2018 nos coloca por encima de Chile, Uruguay y Venezuela respecto a indicadores como participación económica, educación, salud y empoderamiento, estos esconden una realidad más compleja. Por ejemplo, observamos que las brechas de la participación de la mujer en la actividad económica (posición 94) y, particularmente, en lo que se refiere a la brecha salarial (puesto 127) son altas. Es decir, las mujeres peruanas están lejos de la independencia económica, y esto tiene serias implicancias para una vejez digna.
En cuanto a lo primero, si bien ahora las mujeres cuentan con mayor educación y trabajan más, ganan por debajo de los hombres. Por ello, un reto vigente es que todas las mujeres peruanas puedan ganarse la vida con un empleo con remuneración adecuada y protecciones básicas –como el acceso oportuno a servicios de salud de calidad y una oferta asequible de previsión social– sin ser discriminadas por su condición de género.
Una condición para lograr este objetivo es desvincularlas de su responsabilidad exclusiva con el hogar, los hijos y los adultos en condición de dependencia. Simplemente pasar estas tareas (poco reconocidas y mal pagadas) a otras mujeres más vulnerables no es la solución. Para el cambio deseado hay que afirmar el rol igualmente fundamental de los hombres en la crianza de los hijos, cuidado de adultos o en el sector doméstico. Algo que queda claro en nuestra investigación es que nuestro modelo familiar-social vigente en el que estas tareas están exclusivamente adscritas a mujeres es una de las causas principales por la cual ellas se mantienen en una posición relativa marginada en el mercado laboral y en su posibilidad de jubilarse dignamente.
Sobre la imposibilidad de una jubilación digna para la mayoría de las mujeres peruanas, notamos que, al 2018, más de la mitad de la fuerza laboral femenina del país estaba concentrada en tres rubros: trabajo independiente (34,4%), trabajo no remunerado (21,9%) y trabajo del hogar remunerado (4,6%). La mujer peruana participa en mayor proporción que el hombre en microempresas, principalmente autoempleos precarios en el sector informal, concentradas en el rubro de servicios (40%), seguido por trabajo en agricultura (25,8%) y en comercio (24,4%) a nivel nacional –sin protección social alguna–. Asimismo, las trabajadoras dependientes formales del país forman tan solo la quinta parte de la PEA femenina y el 10% de la PEA total; 70% de las mujeres mayores de 60 años carece de una pensión contributiva y solamente un poco menos del 10% son elegibles para una pensión social de Pensión 65, pues es esa la proporción que clasifica como extremadamente pobre.
En resumen, las mujeres que pueden contribuir directamente a su jubilación por medio de su empleo son una pequeña minoría, lo cual implica que el nivel del bienestar de una mujer durante su última etapa de vida en el Perú depende casi enteramente de su estatus social. Asimismo, como las mujeres peruanas viven más tiempo, pero en peores condiciones de salud, las perspectivas para que la mayoría goce de una buena calidad de vida, particularmente para las que bordean, o han pasado, la edad de jubilación, son bajas. En consecuencia, las posibilidades que tienen la mayoría de las mujeres de envejecer con dignidad son muy escasas.
De no superar los retos presentados aquí con la seriedad y urgencia que merecen, ni para el tricentenario –menos para el próximo 8 de marzo– celebraremos estadísticas prometedoras y cambios sustanciales a realidades duras que moran por debajo de superficies brillantes.