MAX HERNÁNDEZ
Psicoanalista
A finales del siglo XX un Estado desbordado sufría una brutal arremetida terrorista, la economía estaba malherida por la hiperinflación, la frágil institucionalidad democrática tambaleaba por el impacto de un régimen autoritario que se preciaba de ser antipolítico y la integridad moral de la sociedad se resquebrajaba por años de terror y desdén hacia los derechos humanos. Una crisis múltiple había llevado al Estado al borde de perder el monopolio de la violencia, socavado los fundamentos subjetivos de la nación, desgarrado la fibra moral de una sociedad atemorizada y reavivando viejos traumas históricos.
A principios de este siglo el país dio inicio a una transición democrática que discurrió entre una memoria y un olvido selectivos: no se procesó la situación extrema que había puesto a prueba la solidez de los cimientos éticos, sociales y políticos de la patria. El crecimiento económico no mitigó la desigualdad, no se recompuso el sistema de partidos, ni se sentaron las bases para la gobernabilidad. Pasada la ilusión primaveral, poco a poco se fueron haciendo evidentes signos de una sociedad posconflicto: fragmentación institucional, violencia delincuencial e inseguridad ciudadana.
A caballo entre los dos siglos, la gran ola de la globalización, la revolución informática y las políticas de liberalización económica llegaron a nuestras costas. Trajeron consigo instrumentos que permitieron que grupos urbanos hasta entonces marginados sintieran que era posible incluirse en la modernidad. Con la computadora personal, el teléfono celular, las tarjetas de crédito y la televisión por cable, la tecnología se incrustó en lo más personal de los habitantes de la urbe. La ubicuidad de la imagen propició la invasión del espectáculo y disparó el consumismo. En esa línea, el Internet expandió el acceso a la información a un ritmo frenético y los teléfonos inteligentes articularon redes sociales. Las certezas se desvanecían en una multiplicidad de puntos de vista.
Una economía que subrayaba la subsidiariedad del Estado en una coyuntura internacional favorable impulsó el crecimiento económico y permitió extender la cobertura educativa y de salud, ampliar el acceso al agua potable y a la electricidad, reducir la pobreza, fomentar el emprendedurismo y expandir la clase media. En el plano subjetivo la acción individual como base del éxito reemplazó los empeños de la acción colectiva. En el plano macro coexisten una economía formal, una economía informal y una economía delictiva asociada a las redes internacionales del narcotráfico. Además, la corrupción “propicia la penumbra” en que se difumina la barrera que separa los incentivos monetarios y las aspiraciones éticas.
Por otra parte, las ansiedades provocadas por la globalización han llevado a las minorías étnicas a buscar sus raíces y asociarse en grupos que buscan ser reconocidos. A la vez, en las nuevas generaciones hay una gradual toma de conciencia de la importancia del cambio climático y la biodiversidad, así como un mayor reconocimiento de la condición multicultural de la sociedad. La convergencia de temores y esperanzas despertados por esta sumatoria de cambios ha provocado un estado de efervescencia que se acentúa por el desfase existente entre la ciudadanía y sus representantes políticos. Mientras tanto, las posibilidades de un desarrollo inclusivo permanecen en un estado de animación suspendida.
Los paradigmas de la ciudadanía y el multiculturalismo rivalizan. Dos ‘ismos’, el ecologismo y el multiculturalismo, que pretenden tener la respuesta a los serios problemas del medio ambiente y de la relación entre culturas, son proclives a la idealización nostálgica de un pasado idílico y en ocasiones parecen deslizarse hacia una visión fashionable de vuelta a la naturaleza. El papel cada vez más gravitante de la empresa no corre en pareja con la responsabilidad social y ambiental. En las regiones no se sabe si afirmarse en el suelo o en el subsuelo. Las aspiraciones regionales y los intereses nacionales no han podido articularse en el marco de una descentralización diseñada desde la capital con premura y poca previsión de sus consecuencias.
Más de una autoridad nacional (regional o local), más de un juez o policía están “narcotizados”. En las ciudades se tiene la impresión de estar asediados por la delincuencia, el sicariato y los ajustes de cuentas entre narcotraficantes. Pese a cambios innegables y mejoras sustantivas sobre las que se podría construir un país moderno, integrado y abierto al mundo, existe una sensación de que la vida cotidiana transcurre en una tierra de nadie en la que prima la inseguridad y el desconcierto. Una desconfianza generalizada conspira contra la construcción de lazos solidarios. En el juego dialéctico entre memoria y olvido, pasado y futuro, la sociedad parece sufrir un trastorno de estrés postraumático: flashbacks angustiantes del pasado recuerdan vivencias de desamparo que son caldo de cultivo para la tentación autoritaria.
La precariedad de la modernidad en nuestros países se debe, decía no hace mucho Carlos Fuentes, a que tenemos la mirada repartida entre el pasado y el futuro. Este síndrome de Jano, el dios bifronte, se acentúa en el Perú del siglo XXI. El pasado y el futuro, lo local y lo nacional, lo macro y lo micro, lo secular y lo religioso están en una competencia encarnizada. Los argumentos en los que se fundaba la idea del progreso son objeto de multitud de cuestionamientos.
La percepción y la comprensión de la nueva situación social es parcial, fragmentada y distorsionada. La cantidad indefinida de puntos de vista termina siendo tributaria de dos miradas: una deslumbrada por los destellos de la posmodernidad y otra velada por brumas premodernas, que parecen dirigirse inevitablemente hacia una colisión frontal. Una primera tarea es concertar esa “cita secreta entre lo arcaico y lo moderno”, de la que habla Giorgio Agambem, que permita vislumbrar un horizonte común para la nación. Pero hoy, día domingo, no estaría mal poner fin a la versión chicha de “la guerra de todos contra todos” de Thomas Hobbes en la que parece que estamos enzarzados.