Ya puede leerse en la prensa peruana proyecciones de lo que será la escena política del país en la elección presidencial del 2016. La interrogante más importante, y también la más interesante, sobre esas elecciones es sin embargo una que pocos hacen, tal vez porque genera ansiedad: ¿repetirá la izquierda el desempeño del 2006 y del 2011? Es decir, ¿volverá un tercio del país a votar por una opción que parecía ser de izquierda radical?
Es evidente que muchos peruanos votan motivados por la ideología. A pesar de que las encuestadoras no suelen investigar la relación entre la ideología y la decisión del voto, parece, por ejemplo, que la mayoría de los que votaron por Lourdes Flores en el 2001 y el 2006 votaron por Kuczynski en el 2011. En estos tres procesos estos candidatos tuvieron porcentajes parecidos en muchas regiones, lo que apoya la conjetura que ellos representan un bolsón ideológico.
Del mismo modo, la mayoría de los que respaldaron a Humala en las dos últimas elecciones fueron aparentemente movidos por una inclinación ideológica. Aunque en alguna que otra entrevista durante la campaña nuestro presidente susurró su admiración por Charles de Gaulle, el militar derechista que gobernó Francia de 1958 a 1969, uno tiene la sensación de que fueron sus discursos izquierdistas lo que atrajo a buena parte de sus adherentes.
Pero hay dos razones para pensar que el candidato de izquierda, quienquiera sea, no tiene asegurado ese 30%. La primera es que en ese casi tercio de electores debe haber personas que se sentirían más cómodas con una opción socialdemócrata o de centro izquierda que hoy el Perú no tiene pero que podría y debería armarse.
La segunda es que pareciera que muchos de los que comparten un sentimiento de izquierda radical, que es un sentimiento ideológico, necesitan para entusiasmarse de un elemento extra, que algunos analistas han llamado, hiperbólicamente, “mesiánico” y que es una suerte de gatillador de fantasías colectivas. En el caso de Ollanta Humala, un nombre con reminiscencias andinas y el hecho de ser un “militar nacionalista que combatirá la corrupción” pueden haber hecho ese trabajo.
Ausente ese elemento novedoso y espectacular que portó Humala –y acaso también Fujimori en el 90– ¿podrá la izquierda “oficial” recoger las adhesiones de los peruanos radicalmente descontentos? La pregunta es difícil porque la opinión pública del Perú es un fenómeno muy resistente a las predicciones. Da la impresión, sin embargo, de que el liderazgo tradicional de la izquierda peruana no ha conectado bien con ese sentimiento ideológico que en el Perú de hoy reclama un cambio. Una probable causa de esto es que esa izquierda oficial tiene muchos líderes de clase media que han sufrido agravios muy distintos a los sentidos y experimentados por los otros peruanos con proclividades izquierdistas, como aquellos que viven en el sur andino.
Si es verdad, como lo plantea este artículo, que existe una distancia entre los ciudadanos que creen que la desigualdad económica es hoy el problema más apremiante y los partidos políticos que podrían representarlos, entonces nuestra sociedad tiene un problema. Nuestra democracia necesita que estos ciudadanos tengan una representación política estable.