Christopher Acosta

y poder se miran con desconfianza. En toda democracia sana, la convivencia entre periodistas y políticos es, y debe ser, tirante. Las fricciones, sin embargo, no son una postura per se, sino que emanan de la más natural de las funciones del periodismo: la fiscalización. Visto así, el poder sabe que necesita de los medios para amplificar los mensajes que desea posicionar. Pero es consciente, también, de que son esos mismos medios los que tienen capacidad de escrutar sus actos públicos. La pésima relación entre el fenecido de y la prensa tuvo otro origen: la implementación de secretismo a todo acto de su administración.

Desde el retorno de la democracia ningún gobierno se había empeñado en levantar obstáculos entre información y ciudadanía. Y no hablamos aquí de la natural dificultad del periodismo investigativo, cuyo objetivo de trabajo descansa bajo la superficie de lo público, sino de ir contra las más elementales facilidades para que la prensa desempeñe su trabajo, en aspectos tan inocuos como la simple cobertura de actividades oficiales.

La no publicación de la agenda presidencial y la imposibilidad de identificar a voceros oficiales, a los que solicitar desde orientación hasta descargos, parecía producto del desorden de un gobierno que empezaba a instalarse. Pero un presidente empeñado en no brindar entrevistas y que interponía anillos policiales para evitar incluso las preguntas al paso, le dieron a la anécdota tono de carácter.

Desde la caída de Fujimori se asentó un hábito democrático: ofrecer una conferencia de prensa, todos los miércoles, después de celebrarse el Consejo de Ministros. Una oportunidad en la que PCM ponía al corriente al país de sus prioridades y respondía, por supuesto, preguntas de los periodistas. Se trata de un espacio lapidado por el gobierno de Castillo y cuyo retorno podría ser una señal de apertura por parte de la presidenta Boluarte que esta semana permitió a la prensa ingresar a Palacio de Gobierno.

Pero hay otro hecho que, aunque pasa desapercibido, preocupa, y mucho. Como ocurre con lo importante, es el menos público. Se trata del deterioro del cumplimiento de la Ley de Acceso a la Información Pública. Por alguna razón, quizá avalados por el carácter secretista de su mandato, funcionarios en ministerios y órganos de gobierno consideraron que entregar información que reposa en archivos estatales es una opción, y no una obligación.

Quizá esa sea la imagen con la que me quede de ese gobierno fallido por mano propia: el de algún funcionario cualquiera diciendo “esta información no la entregamos porque no”.

Christopher Acosta es periodista