El oprobio ronda la figura presidencial. Desde la transición democrática de noviembre del 2000, ocho personas han ocupado la presidencia. Sin tener en cuenta a Francisco Sagasti, quien se encuentra en funciones, todos se han visto involucrados en serios escándalos de corrupción o abuso de poder. O han sido expuestos luego de mentir cínicamente al país. Todos, con la excepción de Valentín Paniagua.
El acelerado desprestigio de Martín Vizcarra es el último capítulo de esta tragedia sin héroes. A diferencia de sus antecesores inmediatos, Vizcarra no tenía promesas electorales que cumplir, sino un encargo particular e inmediato: quebrar la obstrucción parlamentaria, desatar el nudo gordiano que había puesto en parálisis al gobierno y hartado a la ciudadanía.
“Es lo mismo cortar que desatar”, habría pensado Vizcarra, cuyo acercamiento al Congreso fue invariante: confrontar. Esto le valió ser el presidente más popular de los últimos 20 años y acumular un capital político sin precedentes.
Sería un mal uso del espacio detallar lo ocurrido durante su presidencia. Lo recordamos bien. Vizcarra cerró el Congreso en el 2019 y el nuevo Parlamento lo vacó un año después. Tuvo que abandonar Palacio de Gobierno la noche del 9 de noviembre del 2020, 11 días después haber recibido la segunda dosis de la vacuna de Sinopharm o, en términos estrictos, su equivalente no autorizado. Pero eso lo sabríamos meses después.
Cinco años de enfrentamiento entre el Ejecutivo y Legislativo han tenido un costo altísimo para la legitimidad del sistema. En todas las ocasiones, los políticos apostaron por “cortar” en lugar de “desatar”. En esa dinámica, Keiko Fujimori, quien dedicó años a construir una maquinaria electoral que le permitió ser la fuerza de oposición más significativa de los últimos 50 años, tiró por la borda su prestigio y complicó seriamente sus aspiraciones presidenciales. Vizcarra fue el único político cuya figura pública creció durante estos años. Hasta hace muy poco.
La reciente revelación de su vacunación clandestina ha sido acaso el punto final de una caída en la confianza pública que se inició con el intento de encubrir su vinculación con Richard Swing. Hoy en día, Vizcarra es candidato al Congreso con un partido menor, el cual, a poco de conocidos los hechos, lo ha dejado de mencionar en su publicidad de manera directa. Si a Keiko Fujimori le llevó dos años despilfarrar su capital electoral; a Vizcarra le tomó solo seis meses.
Escribo esto con pesar, no por una simpatía particular por Martín Vizcarra o Keiko Fujimori, sino por la importancia que tienen los liderazgos políticos en sistemas tan desinstitucionalizados como el nuestro. Su caudal electoral no solo permite aglutinar a otros actores en torno a ellos (lo cual ordena relativamente el sistema de competencia) sino, sobre todo, pueden invertir su capital político personal en objetivos de política pública. En otras palabras, hacer funcionar la democracia.
Lamentablemente, ni Fujimori ni Vizcarra estaban interesados en ello. La primera construyó Fuerza Popular para ganar elecciones, no para gobernar (o dejar gobernar) en democracia. Tras perder la segunda vuelta del 2016, Fujimori dijo que Fuerza Popular iba a “convertir las propuestas de nuestro plan de gobierno en leyes”; pero si la producción legislativa fue reflejo del plan de gobierno del partido, lo único que podríamos colegir razonablemente es que no tenía uno. Por el contrario, la mayoría parlamentaria invirtió su tiempo en diferentes formas de bloquear al Ejecutivo y obstaculizar la justicia.
Martín Vizcarra tampoco parecía tener un plan, salvo objetivos de gobierno con los que estarían de acuerdo todos los peruanos sin excepción. Pero tenía olfato, lo cual le permitió posicionarse públicamente como un político intolerante a la corrupción y preocupado por el bienestar general. Supo leer como ninguno el pathos de la ciudadanía. Sin embargo, para liderar un país es necesario mucho más que buenos reflejos y telegenia. Los efectos inesperados de sus decisiones (como la de cerrar el Congreso para luego ser vacado) y la revelación de actos que prefería mantener en secreto, le pasaron factura más rápido que tarde.
En el fondo, ambos comportamientos –el de Keiko Fujimori y el de Martín Vizcarra– responden a la ausencia de proyectos políticos serios y a la necesidad de sobrevivir al día a día. Incluso, en ambos casos, de evitar la cárcel. La vacunación subrepticia de Vizcarra, en particular, empaña aún más la institución de la presidencia luego del escándalo de Odebrecht y el Club de la Construcción y hiere de manera profunda la confianza pública.
El Perú del bicentenario no solo enfrenta una pandemia que ha cobrado la vida de miles de personas, sino la propia ausencia de un futuro político común. Si el amiguismo es lo que impera, es imposible construir una república. Si lo que prima son lo intereses particulares e inmediatos, nunca podremos tener un país. Como escribió hace poco Paolo Sosa en estas páginas, ya quisiera la Constitución tener la solidez institucional de la que gozan en el Perú el patrimonialismo y la argolla.
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