A finales del año pasado, participé en un ejercicio que pretendía representar lo que podría ocurrir si al mundo se le presentara una nueva enfermedad que se propagara rápidamente sin previo aviso.
Participaron ministros y exministros de Salud y altos funcionarios de salud pública procedentes de nueve países. La urgencia de los acontecimientos los obligó a tomar decisiones políticas difíciles rápidamente y con poca información. Tal y como sucedió en los primeros días del COVID-19 y como será en otras pandemias.
El mundo necesita estar preparado para la próxima ‘enfermedad X’, algo capaz de causar riesgos catastróficos globales. He aquí lo que haría falta, recogiendo lo que hemos aprendido del COVID-19, para prepararnos.
Conseguir vacunas mucho más rápido.
Varios países llaman a este compromiso la misión de los 100 días, pues es el número de días que debería llevar desarrollar una vacuna segura y eficaz tras la secuenciación de un nuevo virus pandémico. Esto requeriría una fuerte inversión por parte de los gobiernos y una estrecha colaboración con las empresas del sector privado dedicadas a la fabricación de vacunas para establecer procesos mucho más rápidos de investigación y desarrollo, ensayos clínicos y revisión reglamentaria.
Facilitar el desarrollo y la distribución de pruebas.
Hasta que las pruebas de diagnóstico no estén ampliamente disponibles, los líderes y el público estarán a oscuras en una futura pandemia. Ahora sabemos que necesitamos que existan contratos entre gobiernos y la industria del diagnóstico que puedan promulgarse rápidamente, porque no tenemos tiempo para iniciar complejas negociaciones en una crisis. Imaginemos que en las primeras semanas del COVID-19 todo el mundo hubiera podido hacerse fácilmente una prueba gratuita. Esa debería ser la expectativa para el futuro.
Aumentar la reserva de equipos de protección de alta calidad (EPP).
Nuestro suministro nacional de EPP era demasiado escaso en los primeros meses del COVID-19, especialmente de mascarillas. La cadena de suministro estadounidense sigue siendo bastante vulnerable a las interrupciones, porque depende de muchos productos de importación. Debemos cambiar al menos una parte sustancial de nuestro suministro nacional de mascarillas de alta filtración de las de un solo uso a respiradores reutilizables que puedan usarse repetidamente y de forma segura.
Cambiar seriamente nuestro enfoque de la calidad del aire interior.
Al igual que esperamos agua limpia de nuestros grifos, deberíamos tener aire más limpio circulando por nuestros edificios. La mejora de los filtros, el aumento de la entrada de aire y las nuevas tecnologías para reducir la carga de patógenos deberían formar parte del plan.
Reforzar la supervisión de la investigación y la seguridad en los laboratorios.
Todavía no está claro qué causó la pandemia del COVID-19, pero debemos decidirnos a operar laboratorios con virus letales y contagiosos de la forma más segura posible. Ello debería incluir requisitos para controlar o prevenir la síntesis de virus mortales o extintos; el compromiso de apoyar el tratado internacional que prohíbe las armas biológicas y toxínicas; y un escrutinio y supervisión enérgicos de la práctica de extraer virus de ecosistemas remotos que puedan tener potencial pandémico y que nunca hayan sido introducidos en personas ni en laboratorios.
El COVID-19 puso de manifiesto una increíble determinación, ingenio científico, perseverancia individual y comunitaria e innovación. Pero incluso con eso, millones de personas murieron, enfermaron y las sociedades sufrieron un terrible retroceso en todo el mundo. Es probable que en el futuro nos enfrentemos a amenazas similares o peores. Tenemos que aprovechar el tiempo que tenemos para hacer grandes cambios de preparación que nos protejan.
–Glosado, editado y traducido–
© The New York Times