Mientras los escándalos de corrupción sacuden a América Latina, muchos comentaristas se preguntan si la región se librará algún día de su herencia de debilidad institucional. Creo que lo hará.
Mi optimismo se basa en parte en la historia de Estados Unidos, fundado por líderes muy preocupados por la corrupción que, según algunas versiones, diseñaron su Constitución con la meta específica de vacunar a la nueva república contra el vicio. Sin embargo, a pesar de sus esfuerzos, el Gobierno Estadounidense pronto se tornó tan sobornable como cualquiera de los antiguos regímenes europeos –y, como afirmó Francis Fukuyama, siguió así durante más de un siglo–.
Incluso después de que Estados Unidos finalmente comenzara a limpiar su gobierno federal, la influencia política se mantuvo en los niveles estatal y municipal. Las políticas para aumentar la transparencia gubernamental –como la Ley de Libertad de Información– no se implementaron hasta la década de 1960.
Actualmente, los estadounidenses aún se preocupan por la influencia del dinero en la política, como lo demuestran las reiteradas discusiones sobre el financiamiento de las campañas en sus actuales elecciones primarias presidenciales. Pero no se puede negar que su gobierno es infinitamente más virtuoso en la actualidad que en los días de Thomas Jefferson, Abraham Lincoln o Teddy Roosevelt.
Vista desde América Latina, la experiencia estadounidense nos recuerda que las instituciones sólidas emergen a un ritmo glacial, gracias al esfuerzo acumulativo de generaciones de reformadores. La lección que nos deja Estados Unidos y otras naciones es que los países necesitan tres ingredientes para combatir la corrupción: un sólido marco legal, líderes comprometidos y apoyo público sostenido.
El primer ingrediente no debiera ser un problema para los países latinoamericanos (muchos de los cuales basaron sus leyes fundamentales en la Constitución estadounidense), aunque la dificultad para implementarlo sostenidamente aún constituye una grave debilidad. En cuanto al segundo, una gran cantidad de personas valientes han defendido la probidad, aunque en gran medida hayan sido ignoradas o condenadas al ostracismo.
El tercer ingrediente –la movilización popular contra la corrupción– ha sido el más difícil de obtener, ya que los latinoamericanos históricamente tendieron a tolerar a políticos ladrones. Los brasileños hasta tienen un dicho para perdonar las malversaciones: ‘rouba mas faz’ (roba, pero hace).
Esto parece finalmente estar cambiando: en toda América Latina los ciudadanos están saliendo a las calles para decir basta a la corrupción. No se trata de protestas aisladas contra políticas específicas que perjudican sus intereses particulares; las demostraciones ahora involucran a un amplio espectro de la sociedad que incluye, principalmente, a la emergente clase media de la región.
Además, a diferencia de lo que ocurría en el pasado, los escándalos de corrupción actuales son investigados y llevados a juicio con un grado de independencia sin precedentes. Los tribunales de países tan diversos como Brasil, Chile, Colombia y Guatemala están condenando, e incluso encarcelando, a destacados políticos y empresarios.
En una región habituada desde hace mucho a la impunidad de las élites políticas y económicas, esto implica un cambio tectónico. Si esta presión popular y judicial continúa, lo que parece probable, podría crear las condiciones para que muchas otras reformas tengan éxito.
Desde su regreso a la democracia en las décadas de 1980 y 1990, muchos países latinoamericanos han estado trabajando silenciosamente para fortalecer la separación de poderes en sus sistemas políticos, con medidas que van desde la ampliación de la autoridad de las legislaturas para analizar los presupuestos y controlar los gastos hasta el refuerzo de la capacidad judicial para procesar complejos crímenes financieros. Muchos países han introducido recientemente salvaguardas mejoradas contra la evasión fiscal y el lavado de dinero. Muchos están intentando reformar sus fuerzas policiales y adoptar un enfoque más estratégico en la lucha contra el tráfico de drogas y el crimen organizado.
Son cambios que carecen de glamour y rara vez llegan a los titulares, sin embargo, resultan indispensables para desarrollar la confianza en las instituciones públicas, que a su vez es fundamental para el progreso económico. Al momento, la falta de confianza en las instituciones no solo desalienta las inversiones a largo plazo, sino que lleva a que aproximadamente la mitad de los propietarios latinoamericanos de pequeñas empresas trabajen en la economía informal, evitando así leyes e impuestos que creen que les serán aplicados injustamente. En una época en que el lento crecimiento mundial y la caída de los precios de las materias primas exigen un rápido aumento de la productividad, las economías latinoamericanas no pueden darse el lujo de verse perjudicadas de esta manera.
En general, los funcionarios electos latinoamericanos están recibiendo el mensaje y apurándose a sumarse a las iniciativas para la buena gobernanza, como la multilateral Asociación para el Gobierno Abierto. Es hora de que el sector privado, que con demasiada frecuencia ha tolerado la corrupción como un costo inevitable de los negocios, también se oponga a ella. Si los líderes políticos y empresariales de la región suman sus voces a la protesta contra la corrupción, América Latina puede lograr una ruptura definitiva con su pasado y garantizar que todos los ciudadanos puedan confiar en la implementación justa del imperio de la ley y alcanzar su máximo potencial.