Toda república se construye sobre la base de una idea central: que sus miembros conforman una comunidad de iguales. Resulta evidente que el racismo se encuentra en las antípodas de esa idea. Allí donde el ideal republicano ve ciudadanos, iguales y libres, la mentalidad racista construye grupos estratificados. Con diferentes variantes y acentos, propone que, por el origen, el color de la piel o la lengua materna de las personas, estas no son iguales entre sí y que los grupos menos favorecidos de la sociedad tiene menos derechos y, en consecuencia, deben ser menos libres.
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Quisiéramos pensar que estas ideas están muy lejos de nosotros o que son cosas del siglo XIX y que, absurdas como suenan, fueron abandonadas en algún momento del pasado, quizás cuando la joven república buscaba desprenderse de su pasado colonial. Sin embargo, los invito a considerar que recién en 1980 miles de peruanos y peruanas, mayoritariamente indígenas y afroperuanos, pudieron ejercer su derecho al voto por primera vez. Es decir, la ciudadanía universal llegó al Perú hace exactamente cuatro décadas, cuando la condición de literacidad fue retirada del marco constitucional. Es, en términos estrictos, más joven que muchos de nosotros.
Este tipo de exclusión formal, arraigada hasta la segunda mitad del siglo XX, tiene consecuencias prácticas en la sociedad peruana de hoy y es uno de los mayores obstáculos para el fortalecimiento de nuestra república, de nuestra comunidad de iguales. La discriminación tiene un efecto directo en el acceso a los servicios públicos, al mercado y a las oportunidades, afectando el desarrollo de millones de ciudadanos. Por ejemplo, de acuerdo con los datos del Ministerio de Cultura, mientras que el 17,4% de la población que habla castellano en el Perú se encuentra en condición de pobreza; este porcentaje es superior al 30% en la población quechua y aimarahablante, y alcanza el 55% de población indígena de la amazonía.
Por otro lado, de acuerdo con la información del último censo, solo el 23,5% de los afroperuanos alcanzó algún nivel de educación superior, frente al 34% del promedio nacional, lo que conlleva a una situación especialmente desventajosa en el mercado laboral. De acuerdo con el Estudio Especializado sobre Población Afroperuana (Ministerio de Cultura y GRADE, 2014), el 32% de la población económicamente activa afroperuana se desempeña realizando trabajos no calificados (frente al 22% nacional a la fecha del Estudio) y el 44% de hogares afroperuanos percibía ingresos iguales o inferiores al salario mínimo vital. El promedio nacional era de 28%.
No es mi intención aquí mostrar un escenario fatalista, ni desconocer los cambios positivos ocurridos en la sociedad peruana en las últimas décadas. Mucho menos argumentar que estamos encadenados a la herencia de un sistema colonial del que no podemos distanciarnos. Mi propósito es invitarlos a pensar el racismo y la discriminación como un problema público que debe ser abordado con urgencia, tanto por el Estado, como por las empresas y la sociedad civil en su conjunto. La ofensa racista, el insulto descarnado que nos genera indignación, suele ser la forma más evidente del problema, pero es acaso la punta del iceberg, la explosión violenta de un fenómeno mucho más profundo.
Por ello, asumiendo su complejidad, es importante reconocer que como sociedad debemos cuestionar sentidos comunes arraigados en prejuicios racistas y escuchar con atención a los grupos que han sido históricamente discriminados. En esta escucha y el diálogo consiguiente, encontraremos juntos las respuestas y entenderemos cómo estos prejuicios están reñidos con los ideales de nuestra república, al asumir que el papel que desempeñamos en la sociedad está predeterminado por nuestro color de piel, identidad cultural o forma de hablar.
El pasado 4 de junio, Día de la Cultura Afroperuana, el Ejecutivo presentó al Congreso un proyecto de ley para la prevención y sanción del racismo, una propuesta normativa novedosa que aborda este problema desde la valoración de la diversidad. Desde el Ministerio de Cultura, esperamos que el proceso deliberativo que ha de iniciarse inspire una conversación de alcance nacional sobre cómo nos pensamos los peruanos y cómo, en nuestra particularidad y diferencia, nos reconocemos –como en el ideal republicano al que nos convoca la próxima conmemoración del bicentenario– miembros de una verdadera comunidad de iguales.