En los últimos años, potenciada por la pandemia, la salud mental se ha convertido en la especialidad más consultada y cotizada. ¿Quiénes pueden acceder a ella? Lamentablemente, apenas el 3% de la población peruana. Esto contrasta con el hecho de que se trata de un problema de salud pública que debería ser un punto principal en la agenda de las autoridades de nuestro país.
En una columna anterior coloqué algunas estadísticas que muestran a los trastornos mentales como un problema que prevalece entre la población. Pero a esta realidad contribuyen la poca atención que se le da al tema y la poca oferta para los diversos estratos socioeconómicos del país. Revisando los indicadores socioeconómicos de la plataforma del Instituto Nacional de Estadística e Informática (INEI), el 1,2% de la población pertenece al estrato socioeconómico A, el 10,6% al B, el 30,3% al C y el 57,9% –que viene a ser la mayoría de los hogares– a los estratos D y E.
Dados estos números, y teniendo en cuenta que las consultas con la mayoría de los psiquiatras de nuestro país difícilmente cuestan menos de S/250 e incluso llegan a los S/500, es claro que solo los estratos A y B pueden asumir semejantes gastos. Y si hablamos de psicólogos terapeutas colegiados y especialistas encargados de hacer un seguimiento del individuo con un trastorno mental, las sesiones no costarán menos de S/250. El acompañamiento exige que no alcancen las consultas mensuales, sino, al menos, las semanales. Pero un sueldo mínimo no alcanza para tal gasto.
Entonces, solo cabría que se ofreciera este servicio mediante el seguro público. Para los estratos socioeconómicos C, D y E, existen los hospitales de Essalud y del Minsa. Estos sí atienden a asegurados con diversos trastornos mentales tales como depresión, ansiedad, reacción al estrés agudo, síndrome de maltrato, psicosis, trastornos de uso de sustancias, trastornos emocionales y trastornos del desarrollo. Desafortunadamente, a pesar de la dedicación de diversos profesionales, estos no se dan abasto para la cantidad de pacientes que se presentan clamando por ayuda.
Esto no lo entienden las autoridades, ya que, a sabiendas de la situación, solo hay cinco instituciones psiquiátricas en Lima (entre ellas, el Noguchi y el Larco Herrera) y unas pocas más a nivel nacional. Frente a esta situación, ¿qué termina haciendo la gente? Pues no se atiende, la enfermedad mental avanza y, en algunos casos, culmina en suicidio, una de las principales causas de muerte a nivel mundial.
Y no es que en el sector privado las cosas vayan mejor. Muy pocos seguros cubren temas de salud mental y, cuando lo hacen, no reintegran más del 30% de las consultas psiquiátricas o psicoterapéuticas (y esto es una generalización, porque en algunos seguros el reintegro es menor o simplemente no existe). De los seguros privados más referenciados como Rímac, Mapfre, La Positiva o Pacífico Seguros, que forman parte de la Asociación Peruana de Empresas de Seguros (Apeseg), ninguno incluye el tratamiento de pacientes con trastornos mentales ni drogodependientes en sus pólizas. Asimismo, en los seguros privados de clínicas particulares como la Clínica Ricardo Palma o la Clínica Angloamericana, tampoco se cuenta con cobertura para asuntos de salud mental.
En nuestro país, se estima que dos de cada diez peruanos o peruanas padecen de algún trastorno mental. Hablamos de 6,5 millones de personas y, a partir de los números del INEI, de 5,2 millones que no recibirían atención profesional. La salud mental debería ser entendida como lo fue con el COVID-19: con la urgencia de proveer al peruano promedio, ese que no es pudiente, de un acceso a buenos profesionales sin que tenga que formar una cola de miles de personas para ser atendido. Para poder avanzar en serio en este punto, de manera que la salud mental deje de ser un lujo, se requieren nuevos centros especializados y descentralizar la atención en todo el país.
Atención, señores de Essalud y del Minsa, el 20% de la población peruana los necesita.